Escuché tantas veces que soy igual a ella. De pequeña no me hacía gracia, fruncía el ceño porque en mi mentecita, mi abuela era eso: una abuelita. Viejita, con canas, lentes, voz y palabras de gente muy grande. Y yo era una chiquilla. Me conocía alguna señora y lo primero que se le ocurría decir era «pero si es igual a la Haydeé!»
La tuve cerca durante suficientes años para reconocer y agradecer mi parecido con ella.
La ola de la vida nos dio un revolcón llevándose a mi papá, a pesar de su dolor, mi abuela se convirtió en la narradora de su historia breve. Se encargó de que conociéramos a su hijo niño, a su hijo adolescente, a su amado pequeño. Por esto y por tanto la quise con tremenda adoración.
Era única la Yelle, y sí, tengo sus cejas y nariz, la mirada hundida, su tamaño pequeño, la zurdera, tantos gestos, el amor por la cocina y las canciones románticas, la pasión por la memoria de mi papá, y tantas otras cosas. Pero me falta mucho para ser el mujerón que fue: generosa, luchadora y poseedora de un don sagaz e inteligente para manejar penas y emociones, para amar a tantos. En eso ella es irrepetible.
Hoy estaríamos comiendo pastel por su cumpleaños, la abrazaría mucho, como lo hice tantas veces. El último que celebró con nosotros apagó 90 velitas, vividas todas al máximo. Hoy serían 94, y su ausencia aún se siente grande. Tan grande como lo fue ella para todos sus descendientes. Para mí fue gigante en muchos sentidos, una abuela para siempre…aunque ya no esté.