Me enamoré de él en un libro. ¿En dónde más? si voy por la vida, casi desde que empecé a sentirla, con uno de ellos frente a las narices. Fascinada fui quedando, párrafo a párrafo, por su cuerpo, su estatura y la historia que trae a cuestas. Como si la lectura sucediera sobre un pentagrama, aprendí a escuchar su melodía y cantar su canto, tanto, que es mi siempre predilecto. Sus formas elegantes, de líneas o círculos, colinas y ríos, intiman con la parte del corazón que alberga mi mente, la que siente y también piensa. Es como si nos hubiéramos conocido en otras vidas, muchas veces. Pocos amores tan grandes.
Tengo en la memoria la imagen lúcida y rotunda, de cómo me deslumbró su belleza: El aire se me fue lejos, tan lejos. El momento en el que le declaré amor eterno es sólido recuerdo. Fue en un rincón que inventó Juan Ramón Jiménez, llegué a él cuando leí Platero y yo. Castellano su nombre, algunos le apodan español. Llámelo como guste. Lo cierto es que aunque poco conozco de idiomas, el nuestro es elegante y elocuente. Su rostro de poesía a veces me hacer llorar.
“Platero, no sé si con su miedo o con el mío, trota, entra en el arroyo, pisa la luna y la hace pedazos.”