Algunos derrumbes, fango con dibujos de muchas llantas. Pero no importa el ritmo lento del tráfico, viajo con mi propio Bon Jovi de diecisiete años. Canta «Dead or Alive» completa, sube y baja como si él la hubiera escrito. Cada palabra resbala en su lugar. Le pone tripa y corazón. No hablo, no respiro, para no interrumpir su momento de pasión musical. Se me derrite algo adentro de tanto adorarlo.
Quisiera perpetuar la experiencia, guardarla en una cajita para no perderla nunca. Por eso la escribo. Es grande el privilegio de llevarlo al colegio. A quienes se les crecieron los hijos, han de entenderme. Porque esa rutina simple pero deliciosa, tiene los días contados.