Ayer vi a un grupo de alumnas de la misma secundaria a la que yo asistí. También escuché su coloquio. Uniforme y actitud siglo XXI, pantalones, independencia. Se extinguieron las faldas de mantel cuadriculado. El universo en el que tejen sus planes es mucho más amplio de lo que fue el nuestro. La visión y posibilidades crecieron como espuma. Curiosa, desempolvé mi imagen de antaño.
En aquella juventud todo sucedía con intensidad. Entreteníamos los días de secundaria con emociones exacerbadas. La creatividad era infinita. Desbocadas nos enamorábamos: de una canción, de un actor…de unos zapatos. Y de los hombres, por supuesto. Era enamoramiento explosivo, gozado o sufrido. Dramático. Eterno, aunque a veces los para siempres de nuestras eternidades tenían una vida útil de pocos meses. El chico en cuestión casi nunca se enteraba de que era galán llorado. Algunos de estos amores no sabían que lo eran, ni vieron los muchos cuadernos decorados con su nombre.
Se recuerdan bien esas pasiones de fantasía y melodrama. Bendita sea la memoria que celebra nuestros breves cuentos de hadas. Precisa atesorar, es terapia para los sentires, evocar, reír de nosotras mismas. Con nostalgia y diversión veo la nube rosada en la que nos paseábamos cuando nos daba por vivir la adolescencia con todo. ¿A quién no le pasaba? Fue entrenamiento afortunado, aprendíamos a sentir. Algunas tanto, que nos graduamos Cum Laude en la asignatura del corazón.
Observé con gusto a las fresas modernas, evolucionaron, no cabe duda. Espero que el talento para enamorar a la vida que había en nuestro ánimo también sea lo suyo. La audacia que se tiene a esa edad no vuelve, ojalá se la gasten bien, que amen con desmesura y felicidad. ¡Qué pena si no es así!