Ha de ser una rareza mía, o tal vez le sucede a todas las personas que pierden algún ser querido –muy, muy querido– cuando son niños. Pero tengo la maña de evocar en todo a mi papá. A veces la imagen llega suave y resbalada, otras busco asociaciones desesperadas. Es una necesidad que se ha intensificado a paso de año. Pareciera que la nostalgia crece dentro de uno como crece un roble: eterno y rotundo.
La lluvia de mayo tiene aroma de recuerdo. Veo el rostro y los ojos profundos de mi papá como si fuera ayer, como si todavía estuviera. Esconde en sus manos, detrás de la espalda, un regalo para mí. Tengo seis años. Lo veo con curiosidad.
Se me ha pegosteado un jingle de la televisión: “Capas Ciclón, en el invierno dan protección.” Lo canto todo el día. Tanto me gusta, que mi máxima ilusión es poseer una capa, una sombrilla y mis botas de hule. Si llueve o no, es lo de menos. El regalo de mi papá es precisamente eso: una capa anaranjada -Ciclón, por supuesto- y una sombrilla amarilla. Está estampada con una muñeca que parece caricatura china. Es linda mi sombrilla. Las botas rojas de hule Incatecu, son proyecto de mi mamá. Me siento la más feliz. Protegida de la lluvia por mi atuendo, y de la vida por mis padres.
Por mi ventana veo líneas verticales de lluvia generosa. Con premura coloco sobre mi pijama las piezas de mi atuendo compradas en Almacén El Tigre. Y salgo al jardín. A estrenarlas, a mojarme como solo los niños lo hacen: sin penas.
Corría el año 76, y en él hubiera querido quedarme. En aquel jardín de Mixco, con mi papá, con mis botas y mi capa y la certeza de que todo era perfecto.