Sería una fiesta si todos lo aplicáramos, si siempre lo tuviéramos presente. Sería un regalo de benevolencia, un atisbo de sabiduría desapegarnos de la mala costumbre del juicio. Sobre todo, cuando aquello que se juzga es trivial y sin consecuencias. El color del pelo, un hobbie que pareciera perdida de tiempo ( que nos importa, al fina de cuentas no es nuestro tiempo), la forma de vestir. Esos son asuntos de cada quien.
Aquellos seres que practican este deporte de aprobar o reprobar, no se dan cuenta -o tal vez si- que una opinión descalificadora no construye nada, pero destruye mucho. Arrasa con buenos momentos, aniquila estados de ánimo, evapora certezas felices.
TODA LA BONDAD EN UN PEQUEÑO SILENCIO
Mi mamá va por la vida con la bolsa llena de ideas tecnológicas y la boca de consejos grandes. Los disfraza de frases simples.
Desde que éramos niñas nos decía:
«Si no tienes nada bueno que decir, mejor no digas nada.»
Ya no somos niñas, pero lo sigue pregonando. Lo aprendí de corazón, mejor de lo que aprendí las tablas de multiplicar. Es una verdad más útil que cualquier malabar de cifras. Creo hasta con los huesos en la bondad -o compasión- que estas pocas palabras albergan.