SABORES Y FANTASMAS

Son épocas de fantasmas y memorias.  Estos días de tradiciones tienen la mágica capacidad de revivir a mis abuelos. Tata, el papá de mi mamá, hacía de la preparación del fiambre un ritual solemne. Era un espectáculo  verlo. La cocina siempre fue lo suyo. Era de esos viejos bellos, que celebran el buen comer y lo convierten en obra de  arte. Siempre estaba de antojo y maquinaba, en su imaginación octogenaria, las mejores recetas. Me encantaba verlo cuando se preparaba para comer  y como saboreaba sus bocados. Con él aprendí que a la comida se le honra y el tiempo que le dedicas es sagrado y exclusivo. Un pedazo de queso cortado con ceremonia de mucha altura, puede ser manjar de sultanes.

Días antes del 1 de noviembre, con gran talento orquestaba la danza de las verduras, era una picadera loca. Su casa se encendía  con colores, sabores y muchos jamones. Éramos tantos nietos, que mis abuelos se las ingeniaban para esconder los embutidos. Con tanta boca pequeña y glotona, estaban el peligro de extinguirse antes del gran día.

Mi abuelo preparaba toneladas de su magnífico fiambre.  Acostumbraba llevarlo como regalo a San Agustín Acasaguastlán,  su pueblo natal. Era muy importante para él esa costumbre dadivosa. Visitaba y obsequiaba a muchos parientes –porque en provincia todos son parientes-  y a viejas amistades.   La vida se le terminó hace 28 años, pero cada plato de fiambre en la familia lleva su firma, eterna y constante.



Como se dice en cada familia, el nuestro es el mejor de todos. Con el tiempo y las modernidades, mi tía Margarita, inspirada  por su sibarita y exquisito gusto, le puso un toque gourmet a la receta familiar. Ahora es más sofisticado que el compartido antaño en San Agustín. Ella heredó la fascinación y el talento culinario de su papá. Además, recibió la estafeta de líder en este tipo de menesteres y tradiciones, lo hace con habilidad magistral.

Con el devenir de los años, se desgranó la mazorca familiar. Con las muertes y las ausencias enterramos el tradicional  almuerzo en casa de mis abuelos. El que fuera punto de encuentro durante toda mi vida, dejó de serlo, para siempre. Hoy me doy cuenta que lo llevo en mi interior.

 Surgieron nuevos núcleos y las tías ahora son abuelas. La tradición evolucionó. Cruzó el puente generacional y se multiplicó. Nuestro fiambre de antología sigue siendo el mismo, solo que ahora se celebra en distintas casas. Pero siempre, los fantasmas de Tata y la Mima nos acompañan. Se sientan a cada una de nuestras mesas. Cierro los ojos y veo a la Mima con su cabecita de hisopo dando interminables instrucciones. A él lo veo concentrado en la más profunda abstracción, comiendo y catando su creación. Era su momento y lo disfrutaba ajeno a la algarabía descomunal que hacíamos los nietos. Mis viejos amados viven en cada bocado, en el insuperable caldillo, y en los sabores y sonidos de nuestro pasado familiar.


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