Algunas saben y huelen a infancia, a juegos con los vecinos, a pistas de patinaje o al Hombre Nuclear en canal 3. Otros recuerdos reviven a nuestros muertos queridos, o rejuvenecen a nuestros viejos. Nos transportan a las casas de antes y a los momentos de entonces, esos que vemos en sepia desteñida. Otros traen a la mente, y a la fantasía, las travesuras de la adolescencia. Esa época en la que cada día se vivía como si no fuera a sucederle otro. Las emociones brotaban exacerbadas, las amistades se forjaban a fuego y hierro, te enamorabas «con todo el amor del universo» y flotabas de pura felicidad. La creatividad para diseñar aventuras era ilimitada, las ideas sobraban.
LE LLAMAN NOSTALGIA
Te crece adentro y con el paso del tiempo te acompaña con más frecuencia. A veces te hace reír a solas, otras te provoca llorar. Si te das permiso, como si fuera chubasco en la costa, sueltas el llanto más intenso y delicioso, tan rico, que sientes estar lavando penas y acompañando soledades. Algunos le llaman nostalgia, a mí me gusta decirle recuerdo, para quitarle el tono de tristeza. Es lógico que crezca, son memorias que, conforme acumulamos vida, almacenamos como periódicos viejos en la despensa. No se tiran, se necesitan. Son tesoros, símbolos que nos hacen sentir vivos y que definen algo de nuestro ser.
Pero los años cabalgan a galope tendido, y cuando sentimos, las remembranzas giran alrededor de la infancia de nuestros hijos. Vemos fotos de nuestros bebés y quisiéramos haberlos enfrascado. O haberlos apretujado y besuqueado más. A veces, quisiéramos regresar, pero hay un tiempo para cada momento. Sentimos lo que sentimos y somos quienes somos porque vivimos lo que vivimos. Como sea, la sensación crece adentro, despierta como un gigante. Insisto, no es nostalgia, ¿o sí?