Desde que aprendió a caminar, mi Adrián se enamoró de las piñatas. Abrazaba y les hablaba a sus esculturas de papel y color como que tuvieran vida y sintieran. Caminaba por toda la casa cargando a Sully o a Winnie the Pooh, y les llamaba «mi ñata». Fueron juguete predilecto durante los días antes de que llegara la hora de sacrificarlas.
A veces se contrariaba de tener que pegarles, otras, sabía que dentro habían «uquis» -dulces en su jerga de niños- y valía la pena darle una pequeña paliza. Pero rescataba a su amigo destartalado, y jugaba con el esqueleto de alambre y papel roto que quedaba. Hubo piñatas que nunca llegamos a romper, él no lo permitía. Esos días de cotidianidad infantil se fueron, junto con sus colochos color girasol.