El día de Navidad del año pasado, tuve con mi abuela una conversación respecto a quién recibiría qué de sus cosas, cuando ella faltara. A sus noventa años todavía gozaba de buena mente y salud. Poco me importaba el destino de sus pertenencias, daba por hecho que faltaba mucho para vivir ese triste momento. Como a todas las nietas, me preguntó que me gustaría tener. Le dije que me gustaba su máquina de coser, la Singer negra de pedal de hierro forjado que perteneció a su mamá. Agregué que eso de planear muertes y herencias me parece de lo más triste. Le pedí que por favor no se muriera y que en lugar de heredarme la máquina me la regalara, en vida. Soltó una de sus magníficas carcajadas y con un abrazo firmamos el acuerdo que propuse.
El 6 de marzo de este año, sin mucho sufrir pero de forma inesperada, La Yeye – así la bauticé cuando aprendí a hablar- falleció. Con ella murió también el último vínculo vivo que me unía a la memoria de mi papá. Tuvo una vida plena. Practicaba, todos los días, el supremo hábito de la paz. También, desde que murió su hijo, se lanzó a la sagrada misión de que mis hermanas y yo conociéramos al niño, al adolescente y al hombre que él fue. Por eso, su muerte le dio una vuelta terrible a mi estado de ánimo. Además de perderla a ella, perdí el mejor recuerdo de mi muerto más llorado.
Días después del entierro, mi tío Bolish, en uno de sus acostumbrados gestos de cariño, nos envió un cargamento de objetos que pertenecieron a mi abuela. Ella se encargó de hacer saber su voluntad respecto a la herencia de sus posesiones preciadas. Entre ellas, llegó la máquina de coser para mí. Siempre me gustó. Es un símbolo. Ella tenía entre sus aficiones la costura, le producía un placer envidiable. También me recuerda tardes en que, siendo muy niñas, la acompañábamos en un cálido cuarto de costura. Fue hace tanto, que pareciera otra vida. Hubo algo más que solicité a mis tíos. Fui atrevida, pero me lo concedieron. Pedí el cuaderno manuscrito de recetas que durante años ella fue compilando.
Heredé de mi abuela otras cosas -más importantes- que la máquina y el cuaderno. Me acostumbré a que, cada vez que conozco a alguien allegado a ella, me dice que soy su retrato. Aunque, la considero una afirmación exagerada. Como ella, soy zurda. La única entre todos sus nietos. De las mujeres fui quien heredó la misma fascinación y facilidad que ella tenía en la cocina. Por eso solicité el cuaderno.
En su cuaderno de recetas descubrí un revelador tesoro. En la primera página está escrito un ensayo titulado “La Alborada”. Se refiere a empezar cada día con nuevos bríos, nueva esperanza. Habla de dolores, pruebas y fortaleza. También, recomienda dejar el pasado en el ayer y no traerlo al hoy. Tuvo, para mi, doble significado. Se me antoja un mensaje que ella quiso dejarme a la mano. Supo donde dejarlo, y el momento resultó de lo más adecuado. Además, me ayuda a entender algo de sus actitudes con la vida y con su pareja.