Al morir mi papá, le dejó a mi mamá como herencia una hipoteca a medio pagar, nueve años de matrimonio y cuatro niñas. Mi mamá no trabajaba. En esos momentos no tenía tiempo para eso. Sus hijas llegamos al mundo como niños que resbalan en tobogán: rápido, una tras otra; con mucha alegría pero poca planificación. Una bebita no había aprendido a caminar y mi mamá ya estaba con dolores de parto ante el inminente nacimiento de la próxima. Eran tiempos felices, hasta que mi papá murió. Fue entonces cuando se complicaron las cosas.
Sin embargo, mi papá también le dejó un parqueo.
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A mediados del año setenta y cinco llegó mi papá una noche con la novedad de que le alquilaban un predio en la zona 1, cerca del IGSS. Enfrente estaban construyendo el edificio de finanzas. Mi papá planeaba usar el predio para poner un negocio de parqueo. A mi mamá la idea no terminaba de parecerle, concluir esas obras toma varios gobiernos. A ella la frenaba la incertidumbre de cuando arrancaría el flujo de visitas al sector. A él lo entusiasmaba la fe de que ese día tendría que llegar. Prevaleció la fe de mi papá en el proyecto. Sin mucho análisis, alquilaron el predio.
En la madrugada del 4 de febrero de 1976 Guatemala despertó bruscamente ante la fuerte sacudida que le dio el terremoto. Fue a todas luces una tragedia para el país. Sin saberlo mis papás, para ellos fue un acontecimiento beneficioso.- ¡Qué pena escribirlo!- pero así fue. Las instalaciones donde funcionaba finanzas se dañaron tanto por el sismo que el gobierno no tuvo más remedio que trabajar a toda máquina en la construcción del nuevo edificio. En enero del año siguiente –a medias– empezó a operar. Y el parqueo de mi papá, bautizado con el nombre de “Centro Cívico” prosperaba al ritmo de las prisas del ministerio de Finanzas. Para el año setenta y ocho el sector era una metrópoli en la que se celebraban transacciones de todo tipo. El parqueo manejado por la energía de mi papá y el orden impecable de mi mamá empezaba a ser buen negocio. Poco vio mi papá esa incipiente bonanza. Murió el 21 de mayo del mismo año.
En medio de la tragedia y las tristezas, el parqueo nos daba de comer. Mi mamá siguió manejándolo y trabajando como secretaria a la vez. Un buen día, decidió que me tocaba ayudarla. En las vacaciones del ochenta y dos, sin más preámbulo que la autoridad de su voz, me informó que yo trabajaría todas las mañanas en la caseta del parqueo. Su único discurso fue: “Tenés que aprender a cobrar”. Lesbia, la encargada, me enseñaría como. En aquellos tiempos, no existían esos robots que escupen y tragan tickets, tampoco las computadoras que hacen todo el trabajo. Nuestro sistema era de tickets de imprenta –numerados– que se marcaban con un reloj a la hora de llegar el vehículo, y de nuevo a la hora en que se retiraba. El cálculo de la tarifa lo hacía la cabeza de Lesbia. En cuestión de días, aprendí a hacerlo. Para entonces yo tenía trece años. Muy grande –según yo– para ir a curso de vacaciones, y muy pequeña –según mis abuelos– para trabajar empacando regalos en Paiz.
Mi mamá me dejaba en el parqueo a las siete y media. Temprano llegaban algunos clientes fijos – de los que pagaban por mes–. El avanzar de la mañana aceleraba la frecuencia con la que entraban los carros. A las nueve, Tomás, el muchacho encargado de acomodar y mover carros, zumbaba de un lado a otro sin respiro. Después el ritmo se tranquilizaba un poco. Siempre había movimiento. A medio día arrancaba de nuevo la locura, los carros salían uno tras otro. Se ponía a prueba la destreza mental de Lesbia y también la mía. Todos querían pagar al mismo tiempo para retirarse cuanto antes.
El cálculo y control de las tarifas los aprendí rápido. Estoy segura: Hubo víctimas a quienes cobré de más, y afortunados que me pagaron menos. Mi instrucción la complementaba mi mamá en la noche. Me enseñó a hacer los cortes diarios. Además de mi asistencia diaria al parqueo, en la noche debía anotar los registros del día en grandes libros de columnas empastados. Entre tickets, monedas y los libros aprendía a trabajar.
Fueron unas vacaciones inolvidables. Tomás me enseñó a mover carros. Todavía no sabía manejar. Pero este piloto que era de los seres más imprudentes que he conocido, no pudo decirme que no cuando le pedí que me enseñara. Todo el tiempo estaba riéndose. No pasé de manejar en primera o de retroceso, muy despacio. Pero aprendí a acomodar los carros y me volví experta en la extraña lógica que tenía la mente de Tomás para maximizar el espacio.
No todo era trabajo. Tuve muchas horas de conversación con Lesbia. Era escandalosa, amable y cariñosa. Me trataba como que tuviera más de los trece años que tenía yo entonces. Los clientes la querían y me enseñó a platicarles mientras eran atendidos. En cuestión de semanas llegué a conocer a los clientes recurrentes y un poco de sus vidas. Conocí otras gentes y otro mundo. Lesbia era evangélica. Durante los primeros días me platicaba sobre el Nuevo Testamento. Yo conocía el Antiguo. Lesbia y yo intercambiábamos historias. En cuestión de días nos aburrimos de las Escrituras. Fue entonces que Lesbia empezó a instruirme en otros temas. Era supersticiosa. Conocí muchas leyendas urbanas, divertidas. Con el diario convivir llegó la confianza. Empezó a hablarme de cosas que yo todavía no debía saber, cosas de gente grande.
En el colegio había aprendido el proceso biológico de como se reproducen los seres humanos. Lesbia me instruyó sobre los métodos de manufactura usados por las parejas para producir bebés. Ella y su conviviente Santiago eran expertos. No sé que estaba pensando esta buena mujer al hablarle de intimidades conyugales a una niña. Yo la escuchaba con los ojos redondos como platos, las cejar arqueadas y la boca cerrada. Años después supe que estaba obsesionada, porque no podía tener hijos. Nunca los tuvo. Un día llegó con el brazo golpeado. Cuando le pregunté, me contestó con serenidad que Santiago se había enojado. No hablé. Mi expresión de incredulidad y susto hizo las preguntas. Me respondió que los hombres les pegan a sus mujeres porque las aman. Nunca olvidaré su brazo con moretes, ni esa absurda y triste explicación. Conocí a Santiago, llegó a verla. Todo él era amores y arrumacos para con Lesbia. Mis ojos de plato se congelaron al verlo. Solo le dije Hola y Adiós. En mi universo esa calidad de amor no existe. Nunca imaginé que en otros mundos existiera. Esa fue otra lección.
Esas vacaciones aprendí muchas cosas, sobre todo a trabajar, y me gustó hacerlo. Descubrí el lenguaje del comercio, me lo enseñó mi mamá. La excelencia en servicio y atención al cliente fue lección de Lesbia. El loco Tomás, por su parte, me instruyó en procesos y operaciones. Aprendí desde entonces, a calcular el punto de equilibrio del parqueo. Sabía calcular cuantos minutos al mes debía estar ocupado el espacio para cubrir los costos fijos. Aprendí que los negocios se cuidan, a valorar el trabajo de mi mamá y a agradecer el entusiasmo que tuvo mi papá. Supe el significado de las palabras güizache, procurador y mordida. Conocí gente de todo tipo de profesiones, oficios y vidas. También aprendí sobre carros arrancados con conexión directa y a reconocer un clutch sobado. Trabajé con una mujer dulce que se dejaba golpear porque así se sentía amada. También con un fanfarrón que después de las 6 de la tarde abría de nuevo el parqueo y lo convertía en negocio propio. Sin tickets ni reloj El Centro Cívico era operado por y para Tomás. Eso lo supimos años después.
Mi trabajo en la cabina del parqueo terminó con el año. Mi último día fue antes de Navidad. Los libros seguí llevándolos durante algunos años. Como buena adolescente a veces me quejaba y otras me atrasaba. Pero, como para mi mamá no existen las excusas, de una manera u otra yo sacaba la tarea. Con el tiempo me relevó mi hermana Anaí.
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Una tarde a mediados del año noventa y cuatro, recibí una llamada de mi mamá. Me contó que no le habían renovado el contrato de arrendamiento del parqueo. El 30 de septiembre sería el último día de nuestro negocio. El espacio de parqueo siempre tendrá demanda. Había surgido competencia. Parqueos con tecnología, más grandes y pavimentados empezaron a aparecer en los alrededores. En estos, no es necesario dejar las llaves a merced de un loco Tomás. Los mejores días de nuestro parqueo habían quedado atrás. Lesbia y Santiago se fueron de mojados a Estados Unidos. El volado de Tomás había matado a un hombre y se fue preso. Después supimos que se escapó.
Los días volaron y llegó el final. Mi mamá me pidió que fuera yo a cerrar nuestro último día del negocio. Me tocó entregar las llaves al nuevo inquilino. Para mi sorpresa, lo conozco. Cuando estuve en la Universidad este individuo llevaba dos años de cursar tercer semestre en la facultad de derecho. Me vio llorar. Yo estaba incómoda pero no pude evitarlo. Me veía con curiosidad. No entendió que lloraba de agradecimiento. La verdad es que no podía entender nada. No sabía de mis vacaciones de años atrás y de lo que aprendí en ellas. No conoce nuestra historia.
No se imaginó mi papá hace tanto tiempo, que gracias a su entusiasmo mi experiencia laboral empezaría siendo niña. De extraña manera, juntos, mis papas me enseñaron a trabajar. Es una destreza útil, por si me visitan terremotos, muertes o cosas así.