Por más que estrujo a la memoria, por más que acomodo y reacomodo el amueblado de los recuerdos, no lo logro. No encuentro en esos aposentos tan sagrados una sola imagen o secuencia sonora en la que mi padre diga “te amo” o “te quiero mucho” o “las quiero mucho”. Fueron escasos casi nueve años los que nos tuvimos, mi padre y yo, lo tengo muy en cuenta.
Quizás no hubo suficiente tiempo ni convivencia ni oportunidad de construir una larga y profunda relación padre-hija. Recuerdo sin lugar a dudas, con feroz sentimiento, cuán cercanos fuimos. La hija mayor que idolatraba al papá, el padre pendiente de todo lo que tenía que ver con una primogénita inquisitiva y curiosa, tan parecida a él.
Y si reflexiono a fondo sobre las usanzas afectivas de aquellos años del final de los setenta, no era una costumbre popular ir por la vida explicando o repitiendo a nuestros seres adorados con frases o palabras —mucho menos en mensajes de texto— cuánto los queremos.
El amor no era asunto de vocablos. El amor era un ejercicio que se construía con acción intensa.
Con toda contundencia, aseguro que durante su breve paso por mi vida, mi joven padre me amó con todo lo que fue y lo mejor que pudo. Lo hacía de diversas maneras, con su protección en tantos matices, con el interés que daba a nuestros asuntos de niñas, con su presencia inmensa, con cada intención, en cada enseñanza. Amaba con la mirada, con la forma en que nos hacía sentir visibles y presentes, con su escucha atenta. Amaba con su generosidad y detalles pequeños. Amaba con la forma en la que se relacionaba con mi mamá, con lo que juntos construían. Amaba con sus cuidados, con su atención completa cuando la ocasión lo ameritaba. Amaba con un entusiasmo único e insobornable.
Mi padre nos amó hasta el último aliento que compartió con nosotras aquella tarde de mar, minutos antes de fallecer. La fuerza de esos minutos finales es una de las certidumbres que apuntalan cada estación de mi vida.
Si eso no es amor ¿Cómo llamarle?
En el siglo XXI soltamos las amarras a las expresiones afectuosas. Las dejamos respirar y cantar. Me gusta pensar que un miedo irracional fue derrotado y abrió las puertas a la manifestación amorosa verbal. Ha sido liberador.
Mis hijos crecieron escuchando a una madre recordándoles todo el tiempo cuánto los ama. Aprendieron así a decir te amo, te quiero, te adoro o, sabrán ellos, adultos ya, que otras amorosas expresiones derraman sobre los seres de sus afectos. Son hombres de vocabulario cálido. Agradezco cada palabrita cariñosa que me ofrecen. Cada una es portadora de inmenso significado.
Vuelvo a mi infancia y los recuerdos, a las señales. En nuestra familia de niñas pequeñas, el afónico lenguaje del amor paterno fue breve. Y, paradójicamente, a pesar de su insoportable brevedad, fue sonoro en los otros planos y tan elocuente que resuena después de décadas de ausencia.
Su recuerdo es un cálido e impactante cortometraje que habita a perpetuidad y en cada raíz, el bosque de nuestro más que amoroso, invencible, inmortal vínculo.