EL MISMO HILO CONDUCTOR

La tallerista imparte instrucciones. El relato, dice, debe surgir de una imagen, de una fotografía vieja, por ejemplo. Explica que también hará el ejercicio, que usará un retrato de hace años de ella junto a su padre. Lo muestra, una niña de once o doce años posa con un padre de bigote recio y mirada conspiradora. Un hombre joven que abraza a su niña.

No sé si es por la forma en la que habla, o por lo que brota de su foto, o por la certeza violenta que inicia una batalla dentro de mi abdomen recordando que no tengo una sola fotografía con mi padre, pero todo se rompe. Sí. Mucho se me rompe dentro, sucumbe a la batalla que sucede en mi centro. Dolores de los que no puedo hablar en un inocente taller de escritura creativa me convierten en pieza humana rota.

No. No poseo una sola fotografía con mi papá. 

Y aunque el tiempo me ha enseñado a desdeñar la derrota perpetua, y aunque paradójicamente escribir ha sido la manera de coexistir con las viejas rabias, la no fotografía, la ausencia de una imagen de mi versión infantil con un padre vivo hoy se impone como instrumento agresor. 

Me detengo. Lo pienso y pienso. No puedo escribir un relato a partir de una fotografía en la que figuro con mi padre, no existe. Sin embargo, puedo crear una imagen a partir de esa ausencia, hilvanar el argumento desde el fondo mismo de las fundamentales carencias que definen a la orfandad. Puedo inventar la imagen que no tengo, darle líneas, color, contorno, densidad, volumen, incluso movimiento. Puedo crearle contexto, elaborar una historia que se condense completa en la foto imaginaria.  Inventarle vida. Visitar el tiempo y los lugares imposibles, recordar momentos y convertirlos en retratos nuestros. 

Puedo, con la solidez de las palabras, dibujar a una niña junto a un padre que no está muerto del todo. 

Vuelvo a detenerme. Exploro el otro camino, el realista. Aceptar que no hay retrato. Tomar de las manos a las verdades que acompañan ese vacío, ver a los ojos a la pérdida que no deja de respirarme en la nuca.  Amarrar todo, escribir la historia fundamental que surge a partir de lo que su muerte dejó a su paso. 

 Por último, después de otra oscura pausa, me acerco a las evidentes conclusiones. Sin fotografía no hay uno, ni dos, ni tres. Existen mil relatos, crudos y profundos, furiosos o enternecedores, recuentos de una vida entera, temblorosa, sin su presencia. Una concatenación de pequeños relatos hilvanados todos en el mismo hilo conductor de un hombre muerto hace mucho.  

Inevitables preguntas con contundentes respuestas cierran el torbellino mental.

¿No es evidente que llevo la vida completa construyendo este amasijo de relatos? ¿Acaso ha hecho falta una fotografía para escribirlos? ¿Será que continuar explorando la muerte a destiempo a través de la escritura es imperioso para encontrar sentido a una experiencia incompleta?

Es evidente. No hace falta una imagen. Explorar es imperioso. 

Mis sentidos regresan al taller. Escucho con atención, veo cada detalle. Me siento cercana. La maestra continúa explicando esto y lo otro. Cuando termina la sesión, contemplo con mirada renovada el relato de una huérfana que sigue enojada. Y un alivio incomprensible invade el espacio. 

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