Inolvidable, Tía Mariaco

Sucedió hace casi un mes. Fue durante Semana Santa, Lunes Santo para ser precisos. Lejos, del otro lado del mundo, viajábamos en tren cuando llegó la noticia. La modernidad está marcada por la hiperconectividad, los mensajes vuelan como cometas.

La noticia fue llegando desde Guatemala en desorden, como rompecabezas. El whatsapp tiene esa particularidad. Atando cabos entre mensajes dispersos llegué a la conclusión de que mi tía agonizaba. Durante los primeros días de mi ausencia avisaron que había empeorado. En silencio pedí que resistiera unos pocos días para poder estar, que me diera tiempo, pedía. El egoísmo es un rasgo tan visceralmente humano.

Mis cabos no estaban bien atados. Ya había muerto. Un sobrino se lo escribió a mi hijo. Así me enteré. Mi tía Mariaco murió de madrugada mientras dormía. Era hermana de mi mamá, la segunda de tres hermanas. Mi madre, la menor.

La distancia tiene el poder de ensanchar el dolor y también de amortiguarlo, una curiosa contradicción. Dolía la pérdida por todas las razones que duelen cuando perdemos a los cariños genuinos. Mi tía fue una de las personas más bondadosas que he tenido la dicha de conocer. Suave y silenciosa, incapaz de lastimar o de hablar mal o de condenar. Fue evidencia de que la bondad sin condiciones existe y no, no estuve cerca para decirle adiós. Dolía la distancia. Dolía no poder celebrar el rito de despedida. Mi sufrimiento mayor fue la incapacidad de acompañar a mi mamá.

Existen ceremonias que deben llevarse a cabo en familia, precisa la fuerza del sentimiento colectivo para completarlas a profundidad. Enterrar a nuestros muertos es, quizás, la más necesitada de íntima unión familiar. Tomarnos de las manos, enjugar el llanto los unos a los otros. Abrazarnos. Recordar juntos a quien estamos despidiendo, celebrar lo que fue su vida en la nuestra. Compartir silencios.

Nada de esto fue posible. No sostuve la mano de primas o hermanas o tías. No abracé largo y tendido a mi mamá en el momento oportuno. No vi a mi tía en su ataúd. No la enterré, padecía un duelo sobre otro.

Lo cierto es que después del paso por el espiral en caída de una nada corta enfermedad, mi tía Mariaco descansó. Tenía 78 años.

En la memoria queda la luz de sus ojos verdes, sus maneras silenciosas, sus pasitos como pidiendo permiso. Queda su gusto insobornable por la vida. Mi tía Mariaco no era sofisticada, ni ambiciosa ni complicada. Fue una de las personas más conformes que he conocido. La vida la puso a prueba con particular agudeza, le propinó muerte y pena desde joven, la retó de muchas formas y aún así, la recuerdo plena de entusiasmo. Una mujer alegre, con ganas de celebrar lo simple y cotidiano.

Fue personaje fundamental durante mi niñez. Con nadie me sentía tan a gusto como con ella. Me hacía sentir visible, invitada y bienvenida. Me llamaba “La Nicky”. Me invitaba a dormir a su casa, una granja en Piedra Parada, aldea de lo más rural y agreste, fascinante para nuestros ojos pequeños.

Su casa era un paraíso para niños. Carecía de los rasgos convencionales de un hogar urbano o de los tormentosos reglamentos que regían la vida en mi casa. Aquello era genial. Los días transcurrían en perpetua vacación. Sin horarios específicos para obligaciones específicas. Cuando invitaba a los sobrinos a la granja, como le llamábamos, sabíamos que una aventura inesperada estaba por suceder.

Tenía dos perros gran danés que sin éxito tratábamos de montar como si fueran caballos, se llamaban Payaso y Kansas. Eran enormes. También tenían una perrita salchicha consentida como niña. La Cuca era la mascota de Lorena, la hija mayor, una de los dos hijos que mi tía Mariaco vio morir. Además de los perros hubo un caballo colorado, también de Lorena. Se llamaba Billy the Kid. ¿Quién tiene un caballo en el jardín, frente a la ventana de su dormitorio y lo trata como una mascota más ? Solamente alguien como Tía Mariaco.

Mi tía nos dedicaba tiempo. Tiempo para jugar con nosotros, tiempo para dejarnos ser y hacer mientras nos contemplaba. Tiempo para llevarnos al cine y tiempo para cocinar inventos disparatados en su un poco caótica cocina. Tiempo para llevarnos a Interfer. Tiempo para escuchar con nosotros música norteña o tiempo para ver con inusitada paciencia cómo practicábamos shows.

En el jardín de su casa había una camioneta que nunca más arrancó y quedó ahí, como monumento trepado por plantas, un artefacto perfecto para usos múltiples infantiles. Nuestro favorito fue usarlo de escenario. Sobre el cadáver de lo que alguna vez fuera la camioneta de la tía, cantamos mil veces Grease Lightning, como si fuera la carcacha que Danny Zuko y Kenickie transformaban en la película. Además, mi tía resolvía nuestras dificultades técnicas. Se encargó de conseguir una extensión inmensa para que la pequeña grabadora que usábamos en nuestros intentos musicales se acercara a la camioneta. Más allá de eso, la tía Mariaco sentía nuestra alegría, la celebraba y disfrutaba. Qué regalo inmenso nos procuró.

Un mágico caos regía la vida doméstica de su hogar. Podíamos desayunar cubiletes con Fanta, a la hora que fuera. Bañarnos a la hora que quisiéremos…si queríamos. Teníamos permiso abierto, sin condición ni letra pequeña de jugar a nuestras anchas. Tanto, que montábamos espeluznantes casas de espantos en un salón inmenso y las habitaciones aledañas. Además de permitir aquel desorden, en medio de las tinieblas, los gritos y las muñecas decapitadas, la tía jugaba con nosotros.

Poníamos su casa literalmente de cabeza y no recuerdo haberla visto enojada o desesperada por aquella anarquía. En realidad, nunca la vi enojada.

Aquellos años tocaron fin demasiado pronto, antes de que la niñez terminara su curso. La muerte prematura de de mi tío provocó que Tía Mariaco con sus hijos se mudaran a casa de mis abuelos. La vida le cambió, la vida de todos cambió. Pero ella fue fuera de serie. A pesar de haber enterrado primero a un hijo pequeño y poco tiempo después a su marido, su cariñosa disposición permaneció intacta.

La adolescencia me atrapó mientras mi tía malabareaba para reorganizar a su familia en la nueva vida. Y, aunque cercanas y ella siempre infinitamente afectuosa y presente, el estrecho vínculo que nos unió durante mi niñez mutó a uno más convencional. Eso sí, con la historia y el cariño indemnes.

Durante los últimos días muchos recuerdos han ido aterrizando con detalles y nostalgias agudas. Fue mujer de discreta dulzura, de una nobleza a prueba de balas, capaz de resistir y aceptar y levantarse de nuevo sin asomo de amargura. Fue espectacularmente bella durante la juventud, alegre y vivaz. Fue paciente y cariñosa. La recuerdo con absoluta nitidez en los tiempos de antes como durante los últimos años.

Como si fuera apenas ayer, la veo entrar a la oficina, saludar a todos, caminar con su espalda ya encorvada, despacio. Entra en mi cubículo, me pongo de pie, le doy un beso. Generosa, pregunta por mis asuntos y escucha atenta a las respuestas. Su voz, bajita, como la de quien no quiere interrumpir o importunar, surge de memorias cercanas “¿Y cómo están Javier y Adrián?” pregunta una y otra vez. La veo con su pelito corto, su delineador verde, la bolsa pendiendo del antebrazo, nunca del hombro. La escucho. La veo. Siento todo y siento tanto.

Inolvidable, Tía Mariaco, una lucesita discreta a quien quise con toda el alma.

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