Un casi joven Schwarzenegger se juega la vida en una selva, en una cascada, en un pueblo, un campo, un camino y en una prisión de mala muerte.
La violencia es tal que perfora la barrera de mis audífonos. Bach se aturde casi tanto como yo. Las metralletas deforman su maestría. Son una suerte de asalto, una violación a nuestro encuentro sublime.
Es tan recio el combate, tan interminable que la televisión misma se cansa. El libro que intento concluir esta noche no se acomoda en el sitio sereno de mi entendimiento. “El color púrpura” de Alice Walker, con su propio registro de violencia, no encuentra un camino apacible. La sangre, el fuego, la vorágine sonora de las imágenes lo impiden.
Y en medio de una noche en la que sin música se empina el recorrido dentro de la oscuridad y sin lectura no se amansan mis aguas, esa guerra no muere, no ahoga sus furias, Arnold no termina de salir airoso.
Apagar la televisión mientras nadie lo nota no es opción. No le quitan los ojos de encima. Sin mencionar que no he aprendido a encenderla, ni a maniobrar alguna de sus mil maneras, mucho menos a apagarla.
Vivo a su merced. También muero a su amparo.