Leí la noticia y sin poder —ni querer— evitarlo, me abrí en un llanto manso pleno de significados. La muerte de Orlando Falla, en estos tiempos de pérdida, sacude generaciones. Más que un proveedor de conocimiento el Profesor fue una institución, un transformador de vidas.
Con el Profesor Falla aprendimos distintas maneras de ser fuertes. Las matemáticas fueron metáfora, un acercamiento a la certeza de que la dificultad es constante y cotidiana. La noción de que dominarlas no es opcional fue quizás su lección suprema.
También nos enseñó a trabajar bajo presión, su cómplice era una alarma Cassio que parecía extensión de su mano. Utilizó la voz de su reloj para la otra lección. El tiempo es finito, en los exámenes, en los proyectos, en la vida misma. Sacar de nuestras horas el mejor provecho fue parte del aprendizaje.
La piscina fue el instrumento que utilizó para educarnos en las bondades de la competencia, sobre todo la que libramos contra nosotras mismas. En las clases de natación, visto en retrospectiva, nos enseñó lo trascendental que resulta dominar el movimiento, del cuerpo, de la mente y de los propósitos.
Pero fue en un inverosímil espacio en donde Orlando Falla marcó mi vida. Guardo de esa experiencia imágenes y sonidos que, por poderosos, me han acompañado durante todos estos años. De aquellos sábados recuerdo el calor, la cantidad multiplicada de madres con niños y ancianos, las galeras. Recuerdo el tono amarillento del Mezquital, su condición de constante enfermedad. Recuerdo, hoy con especial sentimiento, al profesor Falla luciendo su uniforme de bombero.
El colegio organizaba jornadas oftalmológicas en aquel lugar de pura carencia, aulas fuera del aula para enseñarnos a servir y a encontrarnos frente a frente con la realidad del país. El profesor era figura medular en aquellas jornadas. Su liderazgo y dotes logísticas resultaban indispensables.
En una de las jornadas, una mujer me pidió que cuidara a su pequeño de 2 o 3 años mientras ella recogía a otra de sus hijas. Accedí con agrado, nos reuniríamos en el corredor principal donde se hacía cola para la consulta. Lo tomé en brazos y desanduve el paso hacia el corredor. El Profesor Falla se me acercó. Preguntó quién era el niño. Le expliqué. Con gran alarma, casi con regaño, dijo –No, Nicté, no podemos hacer eso. ¿No ves la pobreza? Estas mujeres no pueden mantener a sus hijos. Por desesperación se ven obligadas a abandonarlos así…— y señaló mis brazos.—Vamos a buscarla ahora mismo.
Tomó al niño en sus brazos y juntos caminamos durante varios minutos. Al cabo de un rato vi a la madre, caminaba con otra niña tomada de la mano. Con amabilidad, el Profesor le entregó a su hijo. Luego, más tranquilos ambos, siguió hilvanando su explicación. De todos sus argumentos, recuerdo claramente:
Es por necesidad, hay mucha pobreza. ¿La ves? Por eso estamos aquí.
¿Cómo olvidarlo?
El tiempo abre caminos en todas direcciones, pero de los lugares y personas que llevamos en las certezas fundamentales, nunca terminamos de irnos. Orlando Falla fue una de esas personas.
Cuando la vida tuvo a bien hacernos coincidir, nos saludábamos con cariño, él preguntaba siempre por la salud de mi hermana —enferma desde hace años—, incluso en redes preguntaba por ella. De la anécdota del Mezquital tuvimos oportunidad de conversar, un regalo que guardaré toda la vida.
Con admiración y gratitud lo recordaremos siempre, con inmenso cariño y pena inesperada hoy decimos adiós. Después de educar a tantos alumnos, de dar por cumplidas incontables misiones formadoras, ha emprendido el viaje hacia el lugar mejor.
Descanse en paz, querido Profesor Falla, se le extrañará inmensamente. Para su familia mi más profunda condolencia.
Nicté Serra
Bach 87