Durante los primeros encuentros que tuve con la poesía, en el fantástico planeta de mi infancia, conocí una ronda que confundí con poema.
Estaba en un libro muy viejo empastado con cuero rojo,
“El libro de oro de los niños” se llamaba.
Tenía ilustraciones clásicas, bastante texto y un olor a generación de antes.
Ni idea de quién era el dueño, tampoco recuerdo cómo llegó a las tempraneras lecturas de aquel mundo mínimo. Asoma a veces en la bruma memoria la casa de mis abuelos maternos.
Mambrú se fue a la guerra, leí, en vocecita alta, con sonido a sílaba golpeada de lectora primeriza y un dedo índice del tamaño de un hisopo, saltando sobre las palabras. Voz y dedito, fueron herramientas indispensables en las aventuras primeras sobre el misterio de la lectura.
“Mambrú se fue a la guerra
qué dolor qué dolor qué pena…”
De verdad sentí un golpe en algún sitio de mi pequeñísimo cuerpo. La guerra, había aprendido, es algo terrible. Un triste absurdo que se repite.
Años pasaron antes de escuchar la ronda completa en un tocacintas. Aunque tenía melodía, no alivianaba las batallas, no le quitaba la tristeza.
Tuve otros encuentros poéticos con naranjas y patos y campanas. Por su naturaleza infantil, eran más rimas que poemas. Pero todo gigante empieza siendo semilla.
Desde entonces, me encanta el prodigio del idioma cuando se unen las palabras con gracia.
A la otra orilla, el sitio en donde empecé a escribir mis primeras palabras con ánimo poético, llegué después. Fue otro tipo de encuentro. Sucedió también en el planeta de la niñez.
Lo escribí en una hoja de papel bond, a crayón azul. Con letra de carta, redonda, construí una edificio con fonemitas de distintas estaturas. Cada verso era un piso de mi lamento.
Olvidé las tildes en el bolsón, en ese momento gris no venían al caso.
Tenía nueve años y una tristeza mucho mayor que la de todo el reino del viejo Mambrú.
Lo escribí después de ver a mi papá, tendido, inmóvil, dentro de una caja rectangular, angosta y siniestra.
Parecía muñeco en su empaque de cartón. Ese pensamiento, esa imagen permanente, cava aún más mi agujero.
Me ha atormentado desde entonces verlo así, vulnerable y ausente, dentro de un empaque, en ese desamparo.
Con sus ojos cerrados y una corbata gris, gruesa, parecía
como si estuviera dormido. Como si después de haber regresado de la oficina, agotado, descansara sin haberse puesto la pijama.
Pero no estaba dormido.
Y a mí que algo alfabético, lingüístico, disonante,
me sucede adentro cuando la tristeza me hace enloquecer,
se me salió por la punta de los dedos y en el agua de los ojos y en la angustia de los nueve años, la necesidad de escribirle un poema a mi papá tan muerto.
“Te fuiste papá” se llamaba. y era también el rezo del primer verso.
Así empecé a escribir cositas.
Muchas son tristes,
la nostalgia se me da mejor que el entusiasmo.
Una niña que usaba las palabras para encontrar un agujero en donde meterse cuando el mundo le quedaba atroz. Esa era yo.
Esa soy yo.
