La frialdad,
en todas sus manifestaciones,
tiene el poder de romperme en pequeños añicos.
Los hielos del aire son los menos crueles.
Su paso gélido empieza en la piel y termina en los huesos.
No escarcha lo irreparable,
eso es negocio de la frialdad que,
por innombrable,
desarma hasta al más cálido de los veranos.
Y vuelve a romperme
aunque recurra al abrigo de la divagación.
Nada tan helado
como el desprecio
que emana de la mirada humana.