He de confesarte que aún lloro al leer, al escuchar música, al recordar. Es que a veces se me revuelven los años. Confundida y sentimental regreso a los veintitrés, a los cuarenta y uno, a los diecinueve o a los ocho.
Y hay más.
Me gusta abrazar, fuerte y mucho. Mejor aún si me abrazan de vuelta. Sí, tengo robusta debilidad por los abrazos, como cuando era niña y buscaba seguridad en el arco perfecto de dos brazos amorosos.
El mejor regalo que puedo recibir es una conversación generosa en tiempo y temas y franqueza. Es también un regalo que doy con extrema facilidad.
Y no hay un solo día de mi vida, ni uno solo, en el que no lea poesía. A todo pulmón. Con un poema amanezco y con otro me voy a la cama. A menudo son más. No he conocido aún mejor jardín para encontrar respuestas o para esconderme de los demonios. Por extraño que te parezca la poesía en mi simple y mortal existencia obra milagros.
Lo sé, como tú dices, a menudo rozo la frontera de esa cursi obsolescencia que en esta moderna era a muchos incomoda. Es más, cuando el agujero agudiza su oscuridad la cruzo para perderme en ese territorio cada vez más despoblado, viajo a su tierra solitaria sin permisos ni miramientos.
(Breve testamento a propósito de una conversación reciente, también breve)