Veo el pie de mi sobrino, no cabe en mi campo visual su zapato gigante para chico de diez años. Un trasatlántico. Envidiosa, lo comparo con mi zapatito ortopédico de los años setenta. Botín poco agraciado y complicado de amarrar. Pequeño cayuco blanco que esperaba la llegada de los Reyes Magos, atado a un muelle invisible en la puerta de mi dormitorio. Cuidaba que nadie lo moviera de su puesto. Se llenaba con dos o tres o cuatro golosinas. Ahhh…esa poderosa sensación de recibir gomitas o botonetas.
Hago matemáticas. ¿Cuántos seis de enero de mi infancia cabrán en el zapatote de Juan Miguel? Todos los dulces de mi niñez llegarían en una sola travesía. Y sobraría espacio.
¿Sentirán los niños de hoy la misma ilusión que nosotros, los de ayer?