El mismo afán

La recuerdo siempre. Será porque la llevo dentro, porque habita en mis gestos y genes, porque toda ella está viva en cada recoveco de mi memoria. Su voz tararea cuando se atraviesa la vieja canción «Dos arbolitos», o me saluda desde el rincón de la sala en donde habita su vieja máquina de coser.

Sí, el fantasma de mi abuela me acompaña en muchas sensaciones, está a mi lado en subidas y  en bajadas. Sobre todo está presente cuando entro en la cocina para preparar algo que de ella aprendí y a gozar la experiencia como ella también la gozaba. Surge su presencia de delantal cuadriculado en el aroma de alguna salsa, o baila inquieta sobre la tabla de picar.

Preparar banquetes para celebrar con su gente era un ritual que ejecutaba con maestría. Procuraba la unión familiar a toda costa, a pesar de los desencuentros, ignorando distancias, a propósito de cada alegría, engrandeciendo las buenas noticias. Lograba su intención hechizando paladares con su sazón irresistible. Sentaba a sus generaciones alrededor de una única mesa.

Aunque este retrato fue tomado durante sus años jóvenes, cuando los nietos aún no nacíamos, su mirada era igual a la que conocimos quienes llegamos a su mundo décadas después, siempre fue la misma mirada profunda. El universo todo brotaba desde sus ojos hundidos.

Un tío, conocedor infalible de nuestra historia familiar, me aclaró que tenía treinta y tantos años cuando le hicieron este retrato, que mi papá tenía nueve, que fue alrededor de 1955, que fue durante tiempos duros, cuando acompañaba a mi abuelo en el exilio…

Era un imán, fuente inagotable de energía, esta abuela mía. La vida la convirtió en epicentro de personas y acontecimientos. Sus afanes, alegrías y penurias recorrieron a lo largo y a lo ancho el espectro completo de la experiencia femenina. Fue hermosa, fue fuerte, fue discretamente perspicaz.

Mujer de variados talentos, supo con certeza cuando tomar las riendas y cuándo dejarse guiar, cuándo hablar y cuándo callar. Pequeña gran dama fue mi abuela, pulcra y disciplinada, generosa.

Amada por muchos hasta el último día de sus bien vividos noventa años y medio, se retiró del mundo como solía vivir: sin excesos ni aspaviento. Serena, en paz…

Esta noche la invoco, no por ser fecha particular para hacerlo, simplemente revivió hace un rato en mi cocina, volvió para acompañarme en mi afán. Ese anhelo suyo que pasó de su sangre a la de mi padre y llegó intacto a la mía; la sublime ambición por unir familia a través de los sabores. A toda costa, como ella lo hizo siempre.


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