Sé de personas que son genuinas obras de arte. Las he encontrado en rutas bifurcadas, en espacios silenciosos, en jardines y hasta en los sitios más insólitos. No me canso de admirarlas ni de inspirarme ante su perfección. Y no me refiero a pieles de porcelana, cabellos de seda o figuras de estampa griega. Tampoco y para nada a facciones de celebridad francesa reinventadas con photoshop.
Hablo de belleza sólida, de la que perdura y crece como árbol de raíz profunda. Hablo de gente hermosa por generosa, por auténtica. Personas que sonríen y acompañan de verdad, que se sienten y se dejan tocar.
Seres que con sus gestos nos hacen sentir amados y aceptados, que con sus ocurrencias nos regalan el gozo de la buena carcajada. Amigas y amigos que decoran nuestro universo y aligeran nuestras cargas, que atraviesan con nosotros túneles oscuros o suben nuestras montañas más empinadas. Permanecen a nuestro lado para que los miedos paralicen menos, para que la cuesta se sienta más ligera, para multiplicar los pequeños instantes de gloria.
Sin pretensiones, declaro que mi vida es un museo cinco estrellas. En ella habitan verdaderas obras maestras. Personas que resplandecen y a quienes agradezco por formar parte de mi colección vital y sagrada.