Existen tonadas que nunca olvidaré. Recuerdo por ejemplo, el amor y la autoridad con las que mi abuelo Pepe silbaba a la buena de mi abuela para avisarle que había llegado. El saludaba con el silbido y ella lo besaba de regreso silbando igual. El sonido de viento que emitía la boca de su esposo era la señal de que su mundo había de detenerse. Un ritual de viejos enamorados. Lo escucha mi memoria y siento a sus fantasmas. Delicioso.
Estaban también los jingles de los anuncios de TV que se pegosteaban. Y el de Capas Ciclón se perpetuó en los seis años que tenían mis oídos en 1975. Tanto me gustaba, que mi máxima ilusión era poseer una capa, una sombrilla y mis botas de hule. La lluvia era lo de menos.
Mi anhelo se materializó una tarde en la que mi papá entró con una capa anaranjada -Ciclón, por supuesto- y una sombrilla amarilla. Estaba estampada con una muñeca tipo caricatura china. Se parecía a Candy, pero esta sufrida heroína aun no nacía. Era linda mi sombrilla. Las botas rojas de hule, Incatecu si no me falla la memoria, fueron proyecto de mi mamá.
En menos de lo que duraba el Jingle yo me ataviaba rezando porque lloviera para usar mi atuendo mágico. Llegó la mañana mojada que esperaba. Por mi ventana vi líneas verticales de lluvia generosa. Sobre mi pijama coloqué las piezas de mi tesoro compradas en el Almacén El Tigre. Y salí al jardín. A estrenarlas, a mojarme como solo los niños lo hacen: sin penas, convencida de que los catarros solo les sucederían a otros. Yo traía mi capa Ciclón, que en el invierno da protección.
No está lloviendo, tampoco escuché el Jingle. Simplemente recordé mis tonadas queridas. Esas que me ubican en los años dulces, protectores y setenteros de mi niñez.