Dicen que la voz de nuestra gente amada es lo primero que reconocemos y también lo primero que olvidamos. Las voces de los nuestros son apapachos de palabras y caricias sonoras. A veces suenan a tormenta, a truenos y relámpagos, pero sin ruido no sería tan emocionante esta vida.
Javier, nuestro hijo mayor entró al mundo con mucho alarido. Lloró con tal escándalo, que dejó en claro lo bien que se formaron sus cuerdas vocales y pulmones. Aún en la sala de partos, Alex lo puso sobre mi pecho y me pidió que le hablara. Así lo hice. A paso de palabra, se fue calmando. Con los ojos hinchados como empanadas, me devolvió la mirada. Atendiendo a mis sonidos, su llanto se fue, y en su lugar dejó los suspiros más dulces que he escuchado. Me gusta creer que reconoció la voz que durante nueve meses lo acompañó mientras nadaba en mi barriga.
El día antes que murió mi papá, estuvimos platicando mientras nadábamos en el canal del Jiote. Me explicó porque su reloj no se arruinaba aunque lo mojara, ese día aprendí que existen los relojes contra agua. Me habló también del arte de esquiar, porque mientras platicábamos mi mamá estaba esquiando. Durante muchos años, su voz y algunas expresiones precisas, sonaban claras y fuertes en mi memoria. Treinta y cinco años después del accidente, son susurros en mis recuerdos más desesperados. Debo hacer un esfuerzo para recordar el timbre de sus palabras. A veces lo logro, a veces no. Es como una grabación en cinta del siglo XX que ha perdido su fidelidad. Su imagen en cambio, es robusta, y con el transcurso de la vida ha crecido en el recuerdo.
La voz de mis hijos es mi música. Uno la tiene de poeta, y canta. Se parece a la de David Bisbal, no exagero. Me habla con dulzura…a veces. El otro la tiene de general del ejército. Es Mc Arthur vuelto a nacer y la usa magistralmente para dar órdenes. Son mis sonidos preferidos.