Cuenta mi mamá que el día en que nací, el planeta entero estaba patas arriba. Mientras yo, en mi intento por salir a ver la luz y el mundo, le partía el cuerpo a puro dolor, el resto de los seres humanos ponían ojos, atención y oídos a un acontecimiento de suprema importancia. Yo llegaba a esta tierra, y el hombre llegaba a la luna por primera vez. Mi abuela, quien acompañaba a mi mamá en la agonía del parto, veía emocionada la transmisión por televisión del sensacional evento. Todos estaban alebrestados por la conquista espacial, menos mi mamá, quien agotada, se debatía a pulso crudo con las contracciones. Poco le importaron los astronautas y sus proezas, ella libraba su propia conquista. Neil Armstrong estrenó la bandera de Estados Unidos en esa luna de porcelana que desde aquí se ve tan bonita. Mi mamá también se estrenaba en los macabros dolores del alumbramiento, y en el milagro de dar a luz.
Alguien sugirió a mis papás que me nombraran en honor a la luna y su momento histórico. No sabía esta pariente, que mi papá me había bautizado años antes de conocer a mi mamá. Llevo mi nombre desde el día que mi papá conoció a Nicté, la princesa lacandona, en las páginas de Guayacán, la novela petenera de V. Rodríguez Macal. Se enamoró del libro, del personaje y del nombre. Aquel lejano día de lectura, anunció con aplomo y certeza que su primera hija se llamaría así. Cuenta también mi mamá, que a ella no le gustaba del todo, le parecía un poco excéntrico. Pero cuando entró mi papá a conocerme, lo primero que le dijo fue: «ya viste, aquí está tu Nicté.» No importaron la luna, la NASA, o el Apollo 11.
Si mis papás se hubieran contagiado del júbilo universal y galáctico de ese día, hubiera sido complicado: ¿el nombre lunático que les habían sugerido? ¡Selena! No muy, verdad?