DAME UN ABRAZO

Anoche leí un relato sobre un abrazo. Un hombre, cuyo hijo partía a combatir en la I Guerra Mundial, lo envolvió en un abrazo fuerte, de miedo y amor. Sabía que su hijo de dieciocho años se dirigía a la boca de uno de los peores lobos que ha conocido la humanidad. Al joven desconcertado, le extrañó la efusión de su padre. No recordaba cuando había sido la última vez que se habían abrazado. No me impresionó tanto el gesto del padre, como el desconcierto del hijo. Yo no puedo vivir sin apachurrar a mis hijos. Los amarro cada oportunidad que su adolescencia me lo permite. Los aprieto y quisiera no soltarlos nunca.


¿Quién puede vivir sin el arte del buen abrazo? Si no lo practicamos nos aislamos, nos alejamos, trazamos distancias inútiles. Pocos gestos regalan la conexión que un abrazo ofrece. Es una transmisión franca y simple de calor. Habla cariño, sin emitir palabra. Un abrazo salva de soledades, reales o imaginarias, consuela en las tempestades y revive de cualquier agonía. Un intenso nudo humano ubica al más perdido y genera energía pura. Si no abrazo a mi gente, me falta algo vital. Siento frío interno, el peor de todos.

Aún no sé qué pasará con el soldado abrazado. Espero que regrese con vida del campo de batalla, y estruje a su padre una y otra vez, hasta que les duelan los brazos y las espaldas. Hasta que se les salgan las lágrimas de tanto sentirse.

















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