Durante las vacaciones del año 87, trabajé como maestra –digo «como» porque no lo soy – en un curso de vacaciones del colegio Kyool. Mis alumnos tenían entre dos y cuatro años de edad. Eran aproximadamente veinte. Once de mis pequeños alumnos pertenecían a la comunidad judía.
Éramos dos chicas a cargo del grupo. Una mañana nos llamó la directora a su oficina. “Deben preparar a nuestros pequeños judíos para el Hanukkah. Al otro grupo lo prepararán para ser parte de la Pastorela Navideña. Ambos actos serán presentados en la clausura.”
Mi amiga y yo, no teníamos la menor idea de que es el Hanukkah. No existía el internet para investigar, y no queríamos hacer el papelón de preguntar de qué se trataba. Cuando nos contrataron, asumimos una actitud de madurez y seriedad que no queríamos desenmascarar. Teníamos 18 años, todavía no sabíamos nada, de casi nada; y de Hanukkah, menos. El tiempo me ha demostrado, que fue una de las experiencias más enriquecedoras que la vida me regaló. Como siempre he sido preguntona, solicité ayuda a la mamá de Evita, una de nuestras alumnas de la comunidad judía. Eran personas de gran educación, y estaban muy agradecidas por el cariño con que entreteníamos a sus hijos. Yo me comía a besos a todos esos muñequitos. Eran alumnos que además de lonchera, llevaban pañalera y pacha al colegio. Eran bebés. La mamá de Evita nos prestó un libro y llevó unas fotocopias con canciones infantiles alusivas al tema.
A la par de mis pequeños estudiantes, conocí el significado de la celebración de la llama eterna o “Festival de Las Luces”. Aprendí sobre los ocho días, la milagrosa lámpara “menorah”, y mucho sobre la re-dedicación del templo de Jerusalén. También aprendí alegres canciones infantiles en hebreo. Eso sí, nunca entendí nada de lo que decían. Como manualidad, elaboramos una cajita con 8 divisiones. En ellas se colocaba una sorpresa para cada día de la celebración. No recuerdo el nombre. En paralelo, preparamos al otro grupo para la pastorela. La manualidad del grupo cristiano fue un calendario de adviento. Fue la misma cajita, con más divisiones, pero más pequeñas. Preparamos ambas actividades con todo nuestro entusiasmo y mucha música. Lo más bonito, fue que las canciones de ambas actividades las aprendía todo el grupo. Para ellos fue simple y natural – ¿Canciones? ¡Cantemos todos! – No podía ser de otra manera, compartían aula, maestras y juntos participaban de las demás actividades. En la preparación de clausura era imposible dividirlos. No recuerdo muchos nombres, pero no olvidé nunca sus caritas, ni su olor a leche y talcos.
El día de la clausura fue espectacular. Los chiquitos cantaron – o tararearon- todas las canciones, propias y ajenas. Lo hicieron a todo pulmón. Una de las canciones del Hanukkah involucraba un bailecito de cintura. Todos los niños lo hicieron. Fue cómico –y lindo a la vez- ver a los pequeños disfrazados de ángeles, pastores y reyes magos, cantando y moviendo con todo vigor, su cabeza de un lado a otro, al ritmo de la canción en hebreo. Fue una experiencia simple y cotidiana, una de las miles de clausuras, presentadas por los miles de cursos de vacaciones prescolares. Y nosotras, no fuimos más que dos del montón de jóvenes que en vacaciones trabajaban jugando a ser maestras. Pero para mí, fue inolvidable.
Estos chicos y chicas hoy han de tener entre 27 y 29 años. No deben recordarlo. O a lo mejor si…
Yo te aseguro que más de alguno sí lo recuerda…yo aún tengo memorias de preescolar. Qué linda experiencia, y qué hermosa dedicación a tus alumnos en las vacaciones.
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