Tan entregado, tan generoso

Las pieles que mejores caricias me han prodigado están cubiertas de palabras.

Si tomo su cuerpo en mi manos, se desvive de puro amor. Me cuenta historias, me lleva a lugares, me hace sonreír.

Me devuelve la ilusión, me pone a bien temblar.

Jamás me ignora, no coloca desprecio en mi aire, no me mira amenazante. Me deja ser, se deja hacer.

Nunca en la vida, un amante como los libros. Nadie tan entregado. Nadie tan generoso.

La vida entera

No se puede comprender a un hombre sin comprender su guerra. No se puede comprender a una mujer sin comprender su búsqueda.

Y al final, a la guerra y a la búsqueda las unen más rasgos de los que las separan.

La guerra de él gira en defensa de lo que lo define, de lo que ya posee. La búsqueda de ella es hacia un ideal, un camino en pos de lo que anhela y aun no le pertenece.

Cada quien da su propia explicación a lo suyo. En ambos casos se trata de la libertad.

La paradoja es que tardamos vidas enteras en darnos cuenta. A veces ni la vida alcanza para llegar a un muelle común.

De lamer heridas

Y también soy mujer de caídas. Sé cómo se sienten, en la carne y en el ánima,

los cristales del tropiezo.

Conozco el sabor de mi sangre,
de lamer heridas aprendo.

He padecido y aún estoy aquí, aún lo escribo.

De la fragilidad soy caminante, como tú,
como ella, como él.

Y aún estoy, aún lo escribo. Aún. Como tú.

El peso en tus ojos

Veo el peso de la tristeza en tus ojos, escucho lo que estás sintiendo. Para evaporar ese dolor tuyo desearía ser algo más que una simple mujer. Si tan solo pudiera.

Sería un sol para calentar el frío que te ha azotado, para iluminar la oscuridad que te agobia, para regalarte el gozo de un amanecer nuevo.

Sería una esponja que con suave cariño absorbería tu llanto triste. Enjugaría cada lágrima, despacito, con una caricia. Con roces de miel te diría que todo va estar bien, que el amor te rodea y el amor salva.

Sería un canasto de eternas profundidades para que deposites en mí la carga de tu pena. La ocultaría en un abismo lejano para que a paso de tiempo muera bajo el yugo del olvido.

Quisiera ser el diccionario más poderoso de la historia. Usaría mi voz para hablarte palabras mágicas, frases con el poder de tranquilizar tu ánimo abatido, sentencias capaces de extinguir tu angustia.

Sin embargo, solo soy humana, una amiga que te quiere. Te ofrezco mis manos para estrechar las tuyas. Te doy mi sonrisa. Te amarro en un abrazo largo que dure lo que tu necesidad de sostén pida, que te dé calor hasta que dejes de temblar.

Te entrego mi solidaridad absoluta, el silencio de mi discreción, la atención innegociable de mis oídos, la claridad de mi mirada.

Te ofrezco mi tiempo, mi alma, mi cariño, mi presencia. Mi mejor intención.

Sé que no resuelvo tu tristeza, ni derroto tus penas. Pero puedo acompañarte, levantarte cuando desfallezcas, ocupar los espacios abiertos por la tiranía de la soledad. Estar contigo.

Un color particular

La tristeza tiene un color muy particular. Aunque tratemos de camuflarla suelta destellos.

Algunos la ven, otros la entienden, y hay quienes van más allá. La miden, la sienten, encuentran la vulnerabilidad que supone.

Se acercan, tienden un puente, para bien o para mal procuran algún alivio.

Luego se marchan.

Y no, no cambia. A pesar del paso fugaz de alguien que quiso hacer una diferencia, el color de la tristeza permanece intacto.

Secretos de cocina

Si mi batidora hablara, daría cuenta detallada de mis dilemas sentimentales. Es en la cocina donde los dejo rodar. En ese ruedo en el que practico el hábito de la soledad culinaria, acompañada siempre de música, puedo dar rienda suelta y tendida al ánimo.

Desahogo lo bueno y lo malo, hilvano sueños nuevos y desato sueños rotos. A veces lloro, otras bailo como chiflada. Casi siempre hablo con myself. Al fin y al cabo, nadie me ve.

Nadie excepto la batidora y compañía. La estufa, el micro, el abrelatas, todos ven. Pero ella que está en el centro de casi todas mis recetas es el muelle a quien me aferro. Es leal y sólida y discreta, por fortuna.

Y una es tan cándida que otorga personalidad a simples objetos. Ha de ser por necesidad de conexión o por tonto y excesivo encariñamiento.

Soberana y deliciosa estupidez.

Carta al Club

Amigas, las extraño mucho. Veo los libros en mi caótica cueva y siento una nube que me sube de la panza a la boca, como un antojo de llanto. Extraño nuestro espacio en Sophos, a Liz a Esperancita a Mynor. Extraño el trío de hummus, el fresquito de maracuyá con cardamomo. Muero por comer pie de pera con chocolate pero ahí, con ustedes.

Extraño la bullita que flota en el salón cuando todas hablamos al mismo tiempo y Mirna nos mira con paciente sonrisa. Y es que si de buena lectura se trata hay tanto que decir, añoro eso especialmente, hablar de libros alrededor de una mesa. La pantalla es un remedio temporal. Pero este temporal se ha hecho eterno, tanto, que duele algo muy adentro, casi en el corazón, en todas las tripas.

Me hace falta la sensación de pertenencia a una tribu en la que, finalmente, la vida me regaló mujeres con quienes tengo tanto en común.

Siento soledad literaria y es curioso, porque en realidad leer es un ritual solitario. Pero ustedes con su luz y su agudeza mental y sus corazones inmensos y su sabiduría de mujer que lee lo convierten en ceremonia, en viaje, en sublime aprendizaje.

La experiencia crece y se eleva cuando un libro se lee para compartirlo, cuando de forma casi mágica coincidimos en tanto. Y hace falta el crecimiento multiplicado que se siente en el ambiente de la librería. Sophos huele a muchos libros. Hace cuánto no compartimos su aroma.

Las fotos que asoman en redes sociales, furtivas, en formato recuerdo, no hacen más que atizar la añoranza.

De verdad, qué falta hace el club en compañía física, qué falta los abrazos y los brindis, qué falta el sonido de una página dando paso a la siguiente.

Gracias por tanto. Pues bueno, ya me desahogué. Me hacen mucha falta. Les mando miles de abrazos.

En enero, ¿vamos a regresar al salón? ¿Será que ya podremos? ¿Será? ¿Qué dicen? Mascarillas y distanciamiento y todo de todo. Pruebas de Covid, incluso. ¿Qué piensan?

Nunca he dicho

Nunca dije que quería ser igual a un hombre, si me encanta ser mujer. Me gustan los tacones, los poemas, las flores, los vestidos. Me fascina usar el pelo largo.

Disfruto del baile que se celebra entre dos, me gusta que mi pareja me lleve mientras bailamos, que ponga su mano en mi cintura, que vea mis ojos. Me encanta que me invite a bailar como en los años de antes.

El arte me vuelve niña. Colecciono cuadernos, papel de escribir y cajitas. Tengo debilidad por los adornos en forma de bicicleta. Gasto horas felices con olor a mantequilla en la paz de mi cocina.

Soy apasionada al escuchar música, al recordar, apasionada también para llorar con la buena lectura, para besar.

Si de amor se trata, soy pasión extrema.

Nunca prescindo del perfume ni de los aretes. Un jarrón con girasoles obra milagros en mi ánimo. Muero por la literatura, por ratos largos de libros en solitario o de amigas y conversación. Si es con vino y música, aún mejor.

Dar a luz ha sido mi privilegio mayor, alimentar a mis hijos con mi cuerpo el milagro más grande.

Nada de esto tiene que ver con ser como los hombres. Porque nuestras gracias, aunque tersas y profundas, son sólidas, porque no en todo somos iguales.

Pero hay asuntos no negociables.

Quiero que me den la misma educación, las mismas oportunidades en condiciones de justicia única.

Exijo que me permitan participar.

No tolero ser vista como un turrón que se come o un objeto que se usa o un paisaje que se borra. Es indigno.

Si hago buen trabajo agradezco que lo reconozcan. Si no es bueno, espero retroalimentación sincera para mejorarlo.

Me agrada que aprecien mi conversación, que me escuchen, que disfruten platicar conmigo. Si les gusta lo que digo que lo admitan sin temor. Y si no les gusta que lo digan sin desprecio.

Quiero la dignidad que otorgan los planes y los sueños personales, que sean míos, que no se sometan a la supremacía equívoca de los de nadie más.

Necesito la ilusión de buscar metas propias, la satisfacción de alcanzarlas, templanza si no llego, el aprendizaje del fracaso. Mío, de nadie más.

Los procesos cerebrales no reconocen género. Por lo tanto, no acepto menos que respeto a mis decisiones y a mi opinión, aunque genere conflicto. Si me juzgan que no sea por mi apariencia sino por lo que llevo dentro, lo que he vivido, lo que he dado, lo que he aprendido. Incluso, por lo que he perdido.

Confío en el hombre que cree en mis capacidades, que las recibe con la mente abierta, que sabe contar conmigo.

Celebro al caballero que abre la puerta, retira la silla y ayuda a cargar objetos pesados.

Reconozco que mi fuerza física, el espesor de mis huesos y el ancho de mi espalda nunca serán como los suyos.

Sé que sin ellos esta vida no sería fascinante. Para aquellos que reconocen completa la condición femenina mi respeto y admiración. Espero que sean recíprocos.

No acepto menos.

Para pensar en morir

Casi 48 horas de arder en el infierno, veo formas con alas distorsionadas, a veces tienen rostro y cola, otras son solo pares de ojos que agreden desde mis neuronas,
miradas acusatorias que provocan dolor de alambre espigado.

Nace en un núcleo latente, un cráter de lava que arde en el hemisferio derecho de mi cerebro.

Ríos de sufrimiento negro, denso como petróleo
salen de ese centro hacia la trastienda de mis ojos, hacia mi nuca, se derrama por el brazo derecho, aniquila todos mis equilibrios.

Migraña le llaman, maleficio, titán, monstruo que invita al suicido.