Con celosa devoción

Coloco en las extremidades del árbol capítulos de historias únicas, irrepetibles. Mis hijos, con cada tramo de su infancia en la mirada, asoman como estrellas en los adornos.

Hoy son hombres mis hijos. Pero las figuritas guardan con celosa devoción más de dos décadas de recuerdos. Casi puedo escuchar sus voces como eran antes de que cruzaran el puente.

Y la emoción me subyuga bajo los silencios que quedaron en su sitio. Me queda grande la noche, por eso te lo cuento. Tal vez tú también oyes lo que me cruje dentro.

SABOR A DICIEMBRE

Llega con cierto tipo de miedo tomado de la mano, aunque se trate de un acto cotidiano. Un ritual culinario practicado durante décadas, sobre todo en esta época, en estas circunstancias, suele llegar acompañado de fantasmas.

Por sencillo que sea, es capaz de colocar sobre la mesa de la cocina pedazos de pasado, trozos de vida que marcaron para siempre o desviaron la ruta del destino. A diferencia de años anteriores, sin embargo, este diciembre no alimentó la nostalgia hasta convertirla en una criatura inmanejable.

Llegó suave, su ruido quedito, trajo nuevos brillos al sentido de identidad, casi un regalo. Ha de ser porque este año fue intenso de por sí. No hubo necesidad de ver cara a cara las tragedias del pasado porque este año tuvo las propias. O quizás es un tema de distancia y madurez.

Envejecer no borra los dolores irresueltos, acaso los viste distinto. Pule sus esquinas para que no corten. Ya no se deja tirada la paz en el afán de descubrir respuestas que quizás no existen.

Las pérdidas reposan en la historia personal, observan sin reclamo. Nada más.

Si escribo sobre la cocina es porque en pocos sitios encuentro el sosiego que encuentro ahí. Aunque sea mes de nostalgia, Diciembre es mes de horno. Un ritual del presente que exorciza al pasado. He hecho la misma variedad de galletas desde que era niña. El cuaderno lleva mi caligrafía infantil con el entusiasmo infantil y los sueños también infantiles que me gobernaban cuando lo empecé a los diez años. También guarda a mi abuela en vida. Su caligrafía y correcciones, su receta de las galletas de mosh, su manera de formarme parecida a ella sin que ninguna de las dos lo supiera entonces.

Soy la mamá-tía de las galletas, como fui la hermana y la hija de las galletas. Algún día, espero ser la abuela de las galletas.

El sabor de cada una es un viaje absoluto a mi condición de niña. Tan real como el medio siglo que reposa en mi espalda. El aroma a mantequilla trae imágenes claras y profundas de una muchachita experimentando en una cocina pequeñísima de los años ´80. Entonces, la forma de cada galleta era una aventura dispareja, una danza de prueba y error.  El paso de los diciembres por mi mente y por mis manos fue maestro constante.

En los paisajes de la pubertad, la adolescente en que me había convertido era hábil y creativa, atrevida para probar novedades, audaz para continuar su autoaprendizaje. Las galletas dieron paso a otras extravagancias, a complejos pasteles, postres clásicos y hasta inventos descabellados. Pero el cuaderno que ahora mismo sostengo en mis manos fue el primer umbral. Una puerta abierta con moldecitos y colorantes.

Y aquí me veo, tantos años después, con el mismo cuadernito y los mismos secretos, horneando tandas de galletas con maple y pecanas y nuez y chocolate, con almendra o jengibre, con la piel impregnada de olor a mantequilla con azúcar y una historia de idas y venidas a continentes emotivos como todos y como nadie.

Cada creación es un homenaje a lo que sembramos en la infancia. Mi cuaderno cuenta una historia en cada receta. Sus páginas manuscritas guardan fantasmas. Los mejores fantasmas.

Navidad en solitario

Nunca antes estuve tan sola una tarde de Nochebuena, se siente extraño y al mismo tiempo tan cotidiano.

El silencio es un agudo estruendo que ha colocado zumbidos en mi canal auditivo.

Escucho mi sangre en marcha, viaja mente abajo tan llena de vida y deseos. Pasa de las ideas al cuerpo, ansioso de movimiento, de encuentro y descubrimiento.

Por eso es curioso. Nunca una tarde de Nochebuena había estado en modo solitario.

No cabe duda, la soledad es un hábito que se aprende bien, aún en estados de inconsciencia. Se incorpora con suma facilidad al ADN de la rutina, tanto, que a veces ni duele.

En tardes de festividad, sin embargo, no hay cabida para la indiferencia. Brota un discreto dolor por los poros de la historia personal. Un sentimiento íntimo. Precisa guardarlo, no trasladar su matiz a remedos de martirio. No son tiempos ni espacios para jugar a mártires.

Son tardes navideñas solitarias, como cualquier tarde solitaria de cualquier mes, ratos de una rutina que, ya he dicho, se aprende bien, se aprende pronto, se debe aprender para sobrellevar con placidez la vida de silencio.

Aunque sea Navidad.

Bombas

Alguien tira bombas de iglesia a un aire en donde no hay iglesias.

Esta comarquita es puro monte. Colinas salvajes con un puñado de casas esparcidas como granos de sal en una tortilla.

Pero las bombas aúllan una tras otra, como si hubiera iglesia, como si no hubiera pandemia.

Inventan la Navidad para borrar, aunque sea una tarde de domingo, una tarde fría de un diciembre extraño, a un virus que tiene al mundo entero en vilo, un bicho que ahora no tiene más gracia que disfrazarse de otro.

Como si necesitáramos más miedos.