Poseo un escondite tras una aldea de baúles poblados por el caos de mil recuerdos.
Un bean bag muy viejo que tras dos horas de sostenerme cede al peso y me aplana el trasero. Una lámpara como farol, para iluminar las sombras que cubren mi esquina. Una chamarrita anciana —suelo sentir todo tipo de frío.
Un bookseat como mini beanbag para que no se duerman mis brazos mientras leo. Y una bocina Bosse desde la que Vivaldi me alegra o me entristece.
Es una esquina invisible para ocultarme mientras desmadejo libros durante horas y horas y más horas.
Sábado y domingo. Nada más. O alguna extraña noche de viernes.
Guarnecida, a veces llego a ese sitio de cálida paz que persigo leyendo. Otras, solo asoma para luego alejarse.
Siempre perforo la historia hasta hacerla mía, eso me queda.
Mi esquina de lectura es un misterio. Procura dosis interesantes de felicidad, a veces de alivio, otras de tormento.
Y, como si adivinara, también es albergue de mi desahogo.
Entro en ella sin saber cómo saldré, si con el alma bailando bachata o el rostro como regadío.
