La pareja se despide con un besito arrebatado. Y otro, más besote, sin arrebato. Ella lo abraza fuerte y abre los ojos hasta el final de la despedida. Él no los cierra. Con pasos en la mirada recorre a otra joven, de pies a cabeza, sin interrumpir el beso.
Tras la ventana de su vehículo, una mujer observa el triángulo sin aspaviento. Ya no siente tristeza, no se indigna. Entendió hace mucho que la naturaleza humana tiene rasgos eternamente primitivos, instintivos inmunes a la evolución. Y no, ella tampoco cierra los ojos.