La chica me ve leer. No la tablet, no el celular. La guapa joven ve cómo, alienígena yo, en ese café digital donde todos operan pantallas o pantallitas, leo un libro de papel, tinta y pasta. Un prodigio con aroma, con textura. Mientras me pierdo en la lectura, el separador, acompañante de la taza de café y el pastel de queso, descansa sobre la mesa. Es una tableta de cartón con una fotografía impresa en blanco y negro.
La chica lo ve y feliz declara
—¡Ah! ¡Es Alfred Hitchcock!
No supe si reír, llorar o darle un coscorrón. ¿Cómo le explicas a alguien tan amable y espontáneo que tu hígado hierve? ¿Cómo le decís que Asturias y Hitchcock pertenecen a dimensiones ajenas que a penas se interceptan?
¿Cómo me explico que alguien tan joven conozca a alguien tan viejo de un lugar tan lejano y desconozca a Miguel Ángel, el grande de grandes, el siempre vivo de esta tierra nuestra?

