Trozos magníficos

A mi viejo se lo llevó el mar cuando era demasiado joven. Pero bueno, eso ya lo saben quienes han leído mis arrebatos de rebeldía, quienes me han escuchado durante todos los años que lo he llorado, quienes conocen cada detalle de ese día negro porque tendieron un puente amoroso de tiempo y oídos cuando necesité narrar cada pedacito del horror.

También lo saben quienes no entienden por qué todavía sangro. Se fue en una violenta ola del Pacífico. Todo fue violento y todo está presente.

Sin embargo tuve trozos magníficos de padre en la mía madre. Y en este día de paternal celebración a ella la beso y la abrazo y a él lo recuerdo aún más, guapo y risueño. También, en un arrebato de fantasía, doy besos y abrazos al aire que ocupa su ausencia.

Pequeños trabajadores

Cada esquina de esta ciudad cuenta una historia de niños y trabajo. A ti niña de larga trenza que vendes bananitos, te veo en la diagonal 6 con pencas amarillas que ocultan tus manos pequeñas. Diez quetzales seño y ojalá la luz no cambie para que el don de atrás no le pite. Y en una hora en la que otros niños comen banano con miel en algún patio de recreo, tú procuras negocios con fruta y centavos.

A ti pequeño experto que transformas calzado en espejo, te veo cuando entro a las bodegas en donde trabajo. Ambos laboramos en el mismo domicilio fiscal aunque nos separe un abismo de años. Al mismo tiempo, por el retrovisor veo un bus amarillo que lleva niños tan grandes o pequeños como tú. Ellos se dirigen al aula en donde ganan exámenes. Tú, chico de caja y banquito, buscas pies para ganar billetes.

Y te conozco tanto artista urbano. Montas espectáculos en las calles para distraer conductores y para sobrevivir. Tú, chico que cortas el aire lanzando machetes con talento de carnaval, tiras los filos como si ahí flotara el hambre que de tajo quieres cercenar. No sabes que si algo cortas es mi esperanza de que tu vida cambie en esta ciudad del siglo XXI con necesidades medievales.  

Payaso de rostro dibujado con colorido esmero, con gorra de arco iris y zapatos largos, subes y bajas las cejas y te ríes a pesar de la lluvia.  Haces magia con pañuelos rojos que brotan de tus dedos. Tan grande es tu habilidad, tan pequeños tus dedos y tus ojos y el fruto de tu trabajo. Haces reír a quienes solo vemos el gris de la tarde. ¿A cambio de cuánto? Son tan pocas las ventanas que se abren. Es la prisa, es la indiferencia. Y la maña de asumir que ese es tu sitio. 

Niña que lavas, niño que siembras, niños y niñas que cargan bultos y  limpian ventanas. Hoy es el Día Internacional en contra del Trabajo Infantil, pero ustedes, pequeños, ni lo saben ni se enteran. Tienen que salir a trabajar, para comer, para sobrevivir.   


                       

  

































Tal vez en Comala

Y yo también iré a Comala porque me dijeron que tal vez ahí sí vive mi padre. Y es que en Comala los muertos parecen vivos, y yo ando con el recuerdo de mi muerto guardado en la bolsa. Lo llevo a todos lados  por si algún trozo suyo vuelve a la vida aunque sea por un breve momento. Pero en todos los años desde aquel año no ha vuelto. Por eso iré a Comala, para ver si entre los muertos que parecen vivos encuentro al mío. 

Turbaciones y arrebatos (dejar rastro)

                       
                     «Strong emotion» dijo Virginia Woolf  «must leave its trace.»

 El  rastro de lo sentido se hace perpetuo al escribirlo. La emoción se vuelve carne  de palabras. Su cuerpo, una escultura de curvos párrafos. 
Plagas de archivos invaden mi pantanal de carpetas. Transformo cuadernos en desórdenes de fonemas durante horas de lápices y recuerdos. Enternecimientos y  turbaciones y arrebatos hablan sobre un desierto de papel, y cubren cada palmo de sus arenas. Laberintos vitales de palabras protegen lo sucedido de  caer en los abismos de la desmemoria. Tienen vida, son frases-testigo, evidencia a prueba de tiempos. 

Tanta experiencia guardo en el caos de mi armario mental. La necesidad de escribirla es irrefrenable. A veces confundo qué llegó primero. 



Bailaban tango

Bailaban tango mis abuelos. Tango de verdad, de acordeones y Gardel, tango de Guardia Vieja. Sus piernas, en extraño unísono, dibujaban enigmas. Aquello era puro arte.

En sublime enredo se deslizaban por su pista improvisada. Entorchados, sus cuerpos parecían un monograma, una abreviatura de abrazos.

Ella cerraba los ojos, casi con dolor. Pegaban los rostros mejilla a mejilla, el talle de mujer de mi abuela, hermoso y pequeño, se alineaba al cuerpo del marido.  La música les pertenecía, entendían cada palabra, cada gemido que emitía el acordeón.

Bailaban su tango, mis abuelos, como si estuvieran a solas.

Giros suaves eran interrumpidos por momentos estáticos, instantes cargados de electricidad. Trazaban en fina lentitud, llaves maestras con los pies. Era como una ráfaga, la sincronía perfecta con la que separaban las mejillas para de pronto verse. Como si cada uno esperara respuestas del otro, acaso un reclamo, tal vez una afirmación, siempre en silencio. El ritual completo era un espectáculo, pasión destilada. Símbolos que la vida nos enseñó a descifrar.

Parecía una interpretación de la historia compartida, el tango de mis abuelos.

Cada quien adivinaba el pensamiento del otro. Él guiaba, ella sabía. Ambos conocían qué vuelta, qué pausa, cuál paso tocaba dejar tirado en el piso y en qué dirección harían el próximo movimiento. Sostenidos ambos sobre la misma milonga, se fundían o alejaban, quizás por costumbre.

La suya era una danza tan emocional como lo fue su vida en común. Un abrazo intenso, un abrazo ligero. Cambios de rumbo, solemnes pausas. Miradas cruzadas o evadidas. Serias o suplicantes o entregadas a esa leyenda que les pertenecía únicamente a ellos. Sus miradas de tango también eran palabras. A ratos, el baile mutaba, era un viaje que hacían con los ojos cerrados.

Sus cuerpos trenzados, en cámara lenta, eran uno solo. La expresión en cada rostro era acertijo y respuesta y complicidad.

Un poeta dijo que el tango es un pensamiento triste que se baila.

Mis abuelos, bailando con la pericia de sus años, rendían homenaje a las vueltas de su juventud, al momento del encuentro, también a los desencuentros. Luego a los retornos. Era un rito íntimo que contaba su larga historia, una historia de amor y dolor, como todas las historias.

Sus cuerpos, en giro pausado, dibujaban años de sonrisa o pena. Bailaban al amor y sus estaciones, a la muerte, a los llantos. La inevitable continuación después de la primavera y de la tempestad. El tiempo que faltaba, imposible de adivinar.

Viví su tango escasas veces. Ya era tango de viejos, tango de abuelos.

Habría dado un trozo de vida por verlos tanguear en su juventud. Imagino otro tipo de espectáculo. Una danza de apareamiento, el ejercicio de la seducción. Verlos perdidos en el principio del amor, en un baile sublime por lo que vendría.

El que vimos cuando cumplieron cincuenta años de casados fue un tango soberbio, el preámbulo del final. Un tango por lo que se fue.

Sí. Mis abuelos bailaban tango. Con Gardel, con acordeón, con sus recuerdos.

«Y un ansia fiera en la manera de querer…»