Bailaban tango mis abuelos. Tango de verdad, de acordeones y Gardel, tango de Guardia Vieja. Sus piernas, en extraño unísono, dibujaban enigmas. Aquello era puro arte.
En sublime enredo se deslizaban por su pista improvisada. Entorchados, sus cuerpos parecían un monograma, una abreviatura de abrazos.
Ella cerraba los ojos, casi con dolor. Pegaban los rostros mejilla a mejilla, el talle de mujer de mi abuela, hermoso y pequeño, se alineaba al cuerpo del marido. La música les pertenecía, entendían cada palabra, cada gemido que emitía el acordeón.
Bailaban su tango, mis abuelos, como si estuvieran a solas.
Giros suaves eran interrumpidos por momentos estáticos, instantes cargados de electricidad. Trazaban en fina lentitud, llaves maestras con los pies. Era como una ráfaga, la sincronía perfecta con la que separaban las mejillas para de pronto verse. Como si cada uno esperara respuestas del otro, acaso un reclamo, tal vez una afirmación, siempre en silencio. El ritual completo era un espectáculo, pasión destilada. Símbolos que la vida nos enseñó a descifrar.
Parecía una interpretación de la historia compartida, el tango de mis abuelos.
Cada quien adivinaba el pensamiento del otro. Él guiaba, ella sabía. Ambos conocían qué vuelta, qué pausa, cuál paso tocaba dejar tirado en el piso y en qué dirección harían el próximo movimiento. Sostenidos ambos sobre la misma milonga, se fundían o alejaban, quizás por costumbre.
La suya era una danza tan emocional como lo fue su vida en común. Un abrazo intenso, un abrazo ligero. Cambios de rumbo, solemnes pausas. Miradas cruzadas o evadidas. Serias o suplicantes o entregadas a esa leyenda que les pertenecía únicamente a ellos. Sus miradas de tango también eran palabras. A ratos, el baile mutaba, era un viaje que hacían con los ojos cerrados.
Sus cuerpos trenzados, en cámara lenta, eran uno solo. La expresión en cada rostro era acertijo y respuesta y complicidad.
Un poeta dijo que el tango es un pensamiento triste que se baila.
Mis abuelos, bailando con la pericia de sus años, rendían homenaje a las vueltas de su juventud, al momento del encuentro, también a los desencuentros. Luego a los retornos. Era un rito íntimo que contaba su larga historia, una historia de amor y dolor, como todas las historias.
Sus cuerpos, en giro pausado, dibujaban años de sonrisa o pena. Bailaban al amor y sus estaciones, a la muerte, a los llantos. La inevitable continuación después de la primavera y de la tempestad. El tiempo que faltaba, imposible de adivinar.
Viví su tango escasas veces. Ya era tango de viejos, tango de abuelos.
Habría dado un trozo de vida por verlos tanguear en su juventud. Imagino otro tipo de espectáculo. Una danza de apareamiento, el ejercicio de la seducción. Verlos perdidos en el principio del amor, en un baile sublime por lo que vendría.
El que vimos cuando cumplieron cincuenta años de casados fue un tango soberbio, el preámbulo del final. Un tango por lo que se fue.
Sí. Mis abuelos bailaban tango. Con Gardel, con acordeón, con sus recuerdos.
«Y un ansia fiera en la manera de querer…»