Ah… para alcanzar el cielo me hubiera venido bien el ruso. Moscú y San Petersburgo, al desnudo y con raíces. Tolstoi, Dostoievski, Chejov. A lo mejor si leo Anna Karenina en su ruso natal, su amor por el conde Vronsky llegaría más intenso, lo mismo que el dolor, y la fuerza de sus eternos cuestionamientos. El lujo de la época más vívido, la ironía más lacerante. Si su versión en inglés marcó un antes y un después, en ruso habría sido un viaje a la luna.
EN OTROS IDIOMAS
Genial hubiera sido aprender otros idiomas. Sin pretensiones o ínfulas de gran cultura. ¡Qué va! Hubiera sido un regalo de vida para mí. Un regalo silencioso, sin aspaviento. Mis otros lenguajes serían para leer, simplemente. Una forma para viajar a otros mundos.
Si el francés fuera mío devoraría tanto. Desde el escándalo de Monsieur Flaubert hasta la frescura de Muriel Barbery. Captaría completa la sutileza y la melodía del idioma del amor. De su sensualidad. Acordeones y cafés en las calles de París, imagino que algo así sería la experiencia. Un diluvio de sensaciones. No conozco París, pero he leído París.
Qué decir del italiano, si se escucha como si fuera canción. Susana Tamaro o Dante Alighieri, épocas y estados mentales distintos, ambos bendecidos por el lenguaje de las góndolas. ¡Qué maravilla!
Pero no. Vivo en un universo de traducciones. En dos lagos de expresión me sumerjo: el castellano, nuestro hermoso idioma, y el inglés. Al alemán se lo llevó mi niñez. Algo de él se esconde en un rincón de mi mente, quedó en estado de coma. Algunos libros se materializan en mi vieja memoria, lejos, como fantasmitas. Infantiles y pubertinos. «Petra: Mein Pferd gibt es nur einmal» fue la primer novela de amor adolescente que leí en otro idioma, y fue en alemán. Jamás la olvidé. Si una niña de trece años lee, con abundancia de palabras y colores, cómo sucede el primer beso de amor entre chicos de su edad, jamás la olvida. Sea en chino, en alemán o en jerigonza.
Se dice que enriquece más leer un libro en el idioma en el que fue escrito. Las imágenes luminosas como luciérnagas, las sutilezas no se diluyen. La melodía de la prosa es más limpia, la experiencia muy intensa. Eso dicen.