Cuido a la memoria. Es quien me arrulla cuando necesito ser niña y volver al refugio de la infancia. Me habla de lo que he sentido y sobre quienes me han querido. Guarda sentimientos. Es la sagrada bóveda en donde sobreviven mis muertos y ausentes. La cuido más que al cuerpo o al pelo. Por mucho. La ejercito más que a los muslos. Memorizo desde números de NIT y claves electrónicas, hasta fechas y nombres, canciones y poemas.
La hago sudar, subir y bajar las gradas empinadas de mi historia. Le pido que me cuente anécdotas de mis pasados. Con detalles, olores y sabores, repite qué dijo quien, habla de cuánto sentí. Describe en donde me encontraba. Dependo de ella para atizar el fuego de mi identidad. Lo sabe y juega a las adivinanzas, a veces me tortura y se finge desmemoriada. Como anoche. Por más que somataba mi mente no lograba recrear la imagen de la casita primera que alquilaban mis papás y tíos en el Jiote. Esa en donde nos enamoramos de aquella playa salvaje y solitaria que fue nuestro breve paraíso.
El amanecer trajo compasión a mis recuerdos. Despertaron. Entré de forma rotunda en aquel rancho de madera blanca, pequeño y rústico. Recorrí sus pocos espacios y salí a su porche trasero a caminar sobre arena y ver el mar. Ahí estaba yo: 6 o 7 años, el pelo corto, obra de la tijera veloz y asimétrica de mi mamá y un diente que no terminaba de caer. Olía el mar vestida con un short rosado. Entrecerraba mis ojos niños para sentir mejor la brisa. Y fue ayer apenas, o hace casi cuarenta años, el ánimo manda.
Ya no cargo con la angustia de anoche. Mi memoria se apiadó y me regaló ese consuelo que solo ella sabe dar. El de mis capítulos y caminos, esos que nadie podrá arrebatarme, solo ella. Me tiene a su merced en eso, por eso la cuido tanto.