No tuve hijas. Por su sabiduría y por poseer sentido práctico sobre ciertos asuntos, Dios así lo dispuso. O fue simple tino del destino. Aunque me moría por una niña.
Sabiduría porque llegada a la adolescencia, imagino a una joven con hambre de vida, tratando de ganarle horas de fiesta al horario estricto y protector de su padre. Escucho conversaciones agitadas: a ella tratando de explicar que la valía de las chicas no se mide por lo alto de sus tacones o lo corto de las faldas, y a su papá, con un corazón rebosante y el hígado infartado, aclarando que con esas prendas, saldría solo al patio de tender de la casa.
Y está la parte práctica. Esta niña que no fue, hubiera llegado a las piñatas con un chongo apuntando el noroeste y el otro al sur. Nada de simetría ni delicadeza hubieran tenido sus peinados. Tampoco listones. Esas esculturas complicadas, ni en esta vida ni en la otra, hubiera yo podido crear sobre la cabeza de mi chiquita. Tampoco heredaría joyas, no son lo mío. Malos peinados y nada de adornos: dos desventajas prácticas.
Pero tengo sobrinas, variadas y hermosas. Por un lado, poseo niñas que llevan mi sangre y me traen derretida.
Está Ana Paula, la mayor de mis sobrinas, hija de la menor de mis hermanas. Adolescente de trece con porte de modelo, me saca media cabeza. En ella guarda un cerebro brillante. Algo mío trajo esta niña en sus genes. La costumbre de enamorarse con ánimo romántico -como solo se puede cuando se es joven- y la pasión por la lectura. Van de la mano, creo, el enamorarse y la literatura. Así las cosas, Paula y yo nos entendemos mucho y nos queremos más.
Después está Mariela, dulce y magnífica como la Nutella, capaz de abrazar con el ímpetu de un ciclón. A veces pienso que es la persona que más me quiere sobre la faz de esta tierra. Me lo hace sentir, lo dice, me da la mano, me hace feliz. Se alegra al verme, y no me cabe la gratitud. Heredó mi tamaño pequeño, y todo apunta a que como yo, se refugiará en el embrujo de la cocina y sus pociones.
La fortuna me consoló. Fui nombrada madrina de ambas desde que dormían en la panza de mis hermanas. Pactos firmados meses antes de que vieran luz. Dichosa yo.
Camila la pequeña, es hermana de Mariela. A sus ocho años es la estratega de nuestros afanes, nadie se resiste a sus encantos. Con voz ronqueta y ojos de gata joven es dueña de su espacio y el de otros. Todavía emana ese olor a bebé que invita a morderle los colochos dorados que pronto se extinguen. Pero es la jefa.
Tengo también a mis otras niñas. Sobrinas que no llevan mi sangre pero si mi cariño incondicional, a donde sea que la vida las conduzca. Mónica y Virginia son ya mujeres buscando y encontrando sus caminos. Andrea de trece, se conduce con aire de princesa y pocas palabras en la boca, pero da discursos luminosos con la mirada. Y la bebé Piñol, a sus ocho años ya es balletista. Devota de los animales, se llama Melissa y no conoce aún sobre los miedos. Igual juega con perros que con delfines, como si los hubiera conocido en otra vida.
Todas son lindas, grandiosas, y me ocupan los agujeros que a veces siento por no ser madre de mujer.
Siete formas en las que me sonríe la vida.
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Publicado por nicteserra
Apasionada por la literatura, las historias, la poesía especialmente. La palabra, ese maravilloso instrumento, me explica el mundo. Mi locura es escribir y, por supuesto, también leer. Tengo la certeza de que la creatividad es necesaria en todos los universos, los versos y las historias, la vida...
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