Poseo un milagro cotidiano, un paraíso de seis metros cuadrados abrazados por una pared y dos ventanas grandes como ojos moros. Son mi mirada al horizonte, el palco donde converso con el volcán de Agua y sus colosos hermanos. La visita permanente de un bosque anciano y la vespertina de una ciudad de Guatemala que cada tarde despierta vestida con sus luces urbanas. Es mi estudio, ese ambiente sin puerta y sin llaves que alberga mis libros, tres muebles forasteros el uno para el otro y mi sensación de ser la habitante de un santuario.
No uso escritorio como lo hace la gente sensata que diseña su vida con gavetas. Mi mesa tiene flores de hierro y un vidrio diáfano que deja ver mis deditos desnudos de los pies, bailando debajo de la computadora.
Quiso ser comedor. Pero su oficio es ser mi mesa. El altar en donde pienso, canto, sueño y escribo. Vive repleto de libros, incienso, candelas y la próxima ocurrencia que escupo en post its de colores para escribir un texto.
A Alex le da dolor de estómago mi refugio. Es tan distinto a su despacho. Porque el mío a veces parece aula de Kindergarten mientras el suyo es la oficina de un escribano elegante y almidonado del siglo XIX. Con puertas, llaves, credenza y archivos. Un ambiente serio y sosegado, de gavetas con llave.
Quice hacerle un lift al rostro hippie y desordenado de mi estudio sin puerta. Para empezar el año con nuevas y mejores vibras. De paso también para aliviar las agruras de mi marido.
Pero tiene mística mi rincón, y algo de rebeldía. No se dejó mucho hacer. Ahora viste baúles nuevos, que iré llenando de recuerdos viejos y un taburete de cuero gastado. En él me sentaré para jugar a «hacer serio» con el espectáculo que me guiña el ojo a través de mis ventanas.
Los libros de poesía, que antes nadaban como en pecera sobre el cristal de la mesa de flores, ahora son un pelotón franqueado por la custodia de dos búhos vigilantes, uno de cada lado. Parece mentira, pero se ven ordenados.
A veces pienso que este espacio es mi zoológico privado. Tengo delfines observando a un mapamundi. Un par de pajaritos que se enamoran entre sí, mariposas y libélulas se columpian en un trapecio de hierro. Tres pequeñas tortugas caminan despacio en una librera. Son avatares de mis tres mosqueteros: una grande y azul, y dos pequeñas, verde una, morada la otra.
Tengo un gato de la fortuna, una cebra miniatura y un puma que se ríe siempre. También están mis tortolitas de alambre, persiguen corazones sobre mi bulletin board.
Es ese lugar en donde soy quien soy. Respiro mi aire de loma silvestre y escucho a Sabina en su Boulevard de los Sueños Rotos. Es la dimensión donde remiendo los que a mí se me rompieron. Sobre mi mesa de poemas, Benedetti conversa con Gioconda Beli y García Lorca. Cardoza y Aragón debate con Neruda y su Canción Desesperada. Muchos otros vivos y muertos de los versos, atentos escuchan.
Es el remanso después de ajetreos rutinarios, mi calma después de tempestades. Es generoso mi estudio, un descanso sin candados.