De acuerdo. Hay en esta locura por el flamenco, en este ejercicio a destiempo, una pincelada de absurdo. Pero es más denso el brochazo que pinta el gozo de bailarlo.
Aquella facilidad adolescente para memorizar pasos, la coquetería que brotaba de un cuerpo recién evolucionado, mi joven y despreocupada energía, son todas hoy piezas de museo. Pero insisto.
Es la vida y su forma de azotar la que empuja a que lo intentemos de nuevo. Volvemos porque buscamos cuerpo adentro aquel fueguito atizado por la juventud. Y es que el flamenco es un frasco que resguarda diversas fragancias. Es disciplina, reto, pasión, movimiento, complicidad…es un nudo de buenos recuerdos, fueguito incluido.
Aunque el paso se dificulte y la pericia se afloje, la sensación de estar plenamente viva durante trozos de tiempo medidos en compases, vale cualquier atisbo de absurdo.
Bailar flamenco es un ejercicio que aporta sal, pimienta y un no sé qué a esta escurridiza existencia. Hoy que se celebra el Día Internacional del Flamenco, hoy que estoy aquí viendo cómo se termina otra semana, escuchando música y el viento de noviembre, agradezco al desparpajo atrevido de mi edad por permitirle todavía al cuerpo girar y zapatear, aunque ni se asomen vestigios de aquellos movimientos de antaño. Olé y olé.