En una pantalla, el universo

Chico amable me cobra. Su dispositivo es tienda/escritorio/POS y, por supuesto, teléfono. Todo al mismo tiempo, así andan las modernidades comerciales. Solícito, coloca su pantalla ante mis ojos para que yo finiquite nuestro pacto comercial.

De pronto, la transacción tiene compañía. Cascadas de corazones voladores bailando con palabras dulces/insinuantes/melosas entran sobre alas whatsapperas. Unas son enviadas por un remitente llamado AmorMío, otras son de Mami.

Mientras intento dibujar mi firma con un torpe anular que no encuentra tinta electrónica en la luminosa superficie, AmorMío confiesa calenturas imposibles y besos requeridos con urgencia. Mami, por su parte, menciona algo de una hora y se despide con mucho amor y emojis besucones.

Durante mi último trazo, AmorMío agoniza de deseo gráfico y literal. Imposible no leer, sus telegramas ocupan el sitio de mis líneas.

Chico es una antorcha de bochorno, su rostro una guinda marashino. Tartamudea. Más besos cibernéticos de Mami, más lengüitas de AmorMío. Chico quiere evaporarse, desaparecer, hundirse.

Aún no sabe que, ser sujeto de insinuaciones cálidas a media tarde, de tanto amor, de semejante deseo, es para celebrar. Y, por favor, para empaparse en todos y cada uno de los mimos.

Pero claro, lo comprenderá hasta dentro de treinta años.

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