Apreté todo. Los ojos, el cuerpo, las manos, una dentro de la otra.
Doblé en lienzos la mente.
Apreté mucho para que fuera el mejor, el deseo más grande, uno feliz.
Soplé con todos mis aires, con el aliento de cada uno de mis años.
Pero la llamita, una zarza pequeña del color del sol, no quiso morir.
Ahora no importa si te lo cuento, por la gracia del fuego, mi deseo no se cumplirá.
Pedí horas distintas, fíjate, horas y minutos de cadencia suave.
Deseé otro tipo de tiempo, un andar más lento, la oportunidad de detener mi paso cada vez que el antojo o el cansancio o la curiosidad buscaran tregua.
Pero la llama pequeña de una zarza de sol ganó ese pulso, y el tiempo en su inmenso misterio no habrá de aletargar el ritmo no sabe cómo detenerse.
Hoy no te quiero saber muerto. En este umbral del mes de mis cuarenta y diez, en este momento de pozas que contienen lo que no es pero debió ser, invento que aquí estás, que me leés, que me escuchás. Desgrano, como si la vida fuera una mazorca de perlas, momentos en los que tu ausencia fue un grito al vacío. Los acaricio. Los sostengo dentro de la mano de la memoria sin hacer diferencia. Lo bueno y lo malo. Lo imposible y lo angustiante. Los puntos de no retorno. Lo inolvidable.
Vuelvo al día de mi primera comunión, ese
rito que celebrarías conmigo porque tú nunca la hiciste. Esa mañana de sábado
es hoy una postal agridulce en mi baúl. Verás, ya no comulgo.
Llego a aquella tarde cuando menstrué por vez primera. Me veo sentada en el inodoro de mi mamá, muerta del susto a pesar de saber perfectamente qué sucedía. Una inexplicable sensación de pérdida se regó sobre toda mi piel, mi infancia se iba como te fuiste tú. En esa habitación plácida de la niñez aún vivías, acababas de estar, de salir por mi puerta pequeña.
Aquel mi joven corazón, roto por primera vez, bramaba por tu compañía. Pero no estabas. No hubo hombre que me explicara los caminos sesgados de tu género a la hora del amor.
Mi graduación está marcada por el terrible berrinche que hice porque me permití sentir tristeza. Porque debiste estar ahí, escuchándome cuando daba las palabras de despedida a los padres que sí estaban, acompañándome en mi asombro porque sí, en contra de mi vaticinio, me otorgaron La Estrella, esa medalla que le dan a la niña que honra la palabra escrita.
¿Lo ves? Desde entonces.
El huracán que sentí cuando un catedrático me comparó con una cheerleader de los Cowboys no supe desmadejarlo, no te tuve a ti o a ningún otro hombre para ayudarme a aplacar la ira, para exorcizar juntos la injusticia. No estabas.
Sucedió sin tus manos la llegada de tus
nietos. Esos naufragios de cuerpo, esas tormentas líquidas que me partieron en
dos y me trajeron los motivos más grandes para sobrevivir. Los únicos. El
caminito maravilloso de su niñez, los colores y sabores que trajeron. Sus vidas
tan grandes, sus voces y rumbos, todo tiene el sello de tu ausencia.
Y hoy. Hoy que me pierdo en una soledad
llena de ruido, hoy que quiero aprender tanto, tanto más y los años se resbalan
recordándome que cada vez será menor mi tiempo, hoy que comprendo lo que medio
siglo imprime en un alma que no deja de buscar. Hoy que veo cómo cincuenta años
transforman el cuerpo de una mujer, hoy, hoy te quiero aquí.
Te añoro como si existiera la posibilidad
de tu resurrección, como si fuera cotidiano ver muertos convertidos a la vida.
Quiero sentirte con voz y risa, con abrazo y palabras.
No reconozco la fatalidad de tu condición
de difunto. Hoy no quiero aceptarlo.