Porque me regaña

El hijo mío, el que tiene veintiun años menos un mes más seis días, me regaña con ahínco e irritado por las historias que subo en redes. «Stories» le llaman ellos. Yo prefiero mi español, el idioma perfecto. Sí, leo mucho en inglés, lo admito, pero una cosa es leer y otra es «terminear», que en mi entendimiento significa usar una palabra anglo que tiene su muy perfecta traducción al español, solo porque está relacionada a las modernidades tecnológicas. Me desvío aquí porque es muestra de cuán desviados son los caminos de las generaciones.

El asunto es que en algo en lo que nos encontramos, como subir alguna historieta que se te ocurra pero que lleva el desatino de contener una foto tuya, provoca enojo en el chico. Y enojado te regaña. 
¿Por qué subís esas «stories» mama? Ni que fueras quinceañera. 
Tiene varios ángulos este su asunto del regaño y la quinceañera. 
El primero y más molesto, es su desaprobación. ¿Quién le dijo al ishto que tiene autoridad para decirle a su madre qué hacer o qué no, o para cuestionar semejante banalidad? Patos que tiran a las escopetas y ni cuenta nos dimos cuándo se dio vuelta el asunto. 
El segundo y divertido es que no tiene ni idea de quién era yo de quinceañera. Si hubieran existido entonces estos recursos para compartir que uso cuando estoy aburrida, como hoy, que no tengo ni con quién platicar, la complicación hubiera tenido proporciones monumentales.
A los quince años ni loca, subiría una foto en la que se me vieran tantas imperfecciones, y vaya que tengo ahora y tenía entonces. Celebraría reunión de concejo con mis amigas para que en acta constara que era una imagen apropiada para acompañar alguna ocurrencia. Esas me sobraban. Firmarían el acta mis mejores amigas, mis hermanas, mi prima y hasta mi madre, creo. 
A los quince años todavía tenía tanta fantasía colocada en los sesos que tal vez hubiera escrito mil quinientos disparates y otro tanto de cursilerías. Las escribiría, pero sin foto. O a lo mejor las escribiría sin publicarlas. Aunque eso realmente lo hice, pero no en redes inexistentes. Lo hice en cuadernos.  Un rasgo particular, muy personal.
Pero generalicemos.  No olvidemos a las quinceañeras de los 80´s, éramos inseguras la mayoría, y feas casi todas. No andábamos por la vida como las modernas, comiendo solo fruta y keratineando el pelo y aprendiendo sobre contornos –término que no termino de comprender– en la ciencia que es hoy el maquillaje. 
El maquillaje era poco, ni plata ni conocimiento ni permiso. Los pelos tenían otra moda, alborotada y frizeada, más natural porque, de nuevo, ni plata ni permiso para buscar milagros. 
Y me detengo en los permisos: existían. Desde pedirlos para ir a algún sitio, para vestir de tal o cual manera, o para que nos visitara tal o cual chico. Sí, visita. No tengo hijas, pero los hijos no son muy visitadores en estos tiempos. El asunto es que el pedir permiso era un acto sagrado. 
Dicho esto paso a aquello: a mis casi cincuenta años ya no estoy para pedir permisos.  Una historia (insisto en el idioma), no daña a nadie. ¿A mí? Para nada, y es que algo genial de la edad es que te importa menos de un bledo la opinión pública. Seguro, como dice Adrián, habrá quién tilde de ridícula mi foto o mi mensaje, más que seguro. Pero de nuevo: ¿a quién lastimo? 
Si mi niño se siente lastimado, ese sí es otro tema. Uno que me atañe y me preocupa y debo ayudarlo a resolver. Uno que no se publica.  Pero de nuevo, esa es otra historia.

Con forma de mujer

Cuando nosotras escribimos
aflora rotunda nuestra condición femenina. 
Brota como centella de colores
dentro de palabras que florecen, plenas,
en el jardín de nuestro magnífico entendimiento.
En frases francas de pulso impecable, 
flota la fragancia irresistible de un perfume de mujer.
Es inevitable. 

Párrafos solitarios, 
o aglutinados por común objeto,
traen ecos de tacones que andan y sostienen. 

Entre  líneas,
palabra tras palabra
se adivinan cabellos rojos o largos, 
en movimiento salvaje.

Sonrisas cómplices alumbran como farolas,
son frases de la alianza, 
 incondicionales en cuitas de estrógeno 
o de soledad.
En poemas  íntimos 
escritos bajo el conjuro mágico de la libertad,  
aguardan deseos de cintura breve, 
muslos iluminados extienden nocturnas invitaciones al amor.
Labios rojos prometen besos que no terminan, 
frases de cristal revelan fuego, miel y astucia
en un cuerpo porcelana desnudo, 
que yace encendido bajo sábanas de seda.



En los otros versos, 
sueltos y sombríos, 
asoman penas con forma de clavel, 
dudas que bailan como si fueran faldas perturbadas, 
sílabas desconsoladas por el desencanto.
La intuición femenina, ancestral,
adivina la inminente muerte del amor.
Llora de rodillas ante las eternas  injusticias,
abatida, se quiebra en pedazos por la frustración.
 Y lo escribe, para jamás olvidar.
En oraciones que no terminan 
llega en cascadas de abecedarios, 
la imprescindible necesidad de renacer, 
de resurgir vestida con nuevo vuelo,
de dibujar con ideas impetuosas una ruta alterna,
de reescribir la leyenda y volver a empezar.
Con verso o párrafo, canción o discurso,
hablamos sobre cuánto haremos —o desharemos—
por y para nuestra femenina tradición,
sin perder cordura ni olvidar la elegancia.
Al escribir desde el centro mismo del espíritu,
declaramos verdades que solo nacen en medio de dos senos,
palabras que hablan de cierto tipo de amor.
El que provoca incendios que no queman,
maremotos que no ahogan,
relámpagos que no ciegan,
¿Lo ves? ese tipo absoluto de amor.
Callar a nuestra diosa equivale a morir en vida,
es irremediable la necesidad 
de contar historias con aplomo femenino,
un asunto tan antiguo como natural. 
Por esa misión, 
y por todas las que antes trataron y fueron silenciadas,
escribimos con tinta sangre sentencias vitalicias, 
universales,
dentro de una silueta con forma de mujer.