ME SENTÍ CAPAZ DE VOLAR

Ayer leí el siguiente consejo: “Debemos escuchar al niño que fuimos un día, y existe dentro de nosotros. Ese niño entiende de momentos mágicos.” Fue a propósito del día del niño.

Yo escucho con frecuencia a esa muchachita de chongos disparejos. Esa niña, que a los 7 años se sentía capaz de volar y se tiró de un gran tubo de cemento para estrellar la cara en otro. Está presente aunque no la invite, es re shute. A veces me regresan las ganas de volar, a pesar de que el golpe fue tan fuerte que en mi cabeza retumbó hasta la última de mis ideas infantiles. Pero así funciona la vida, querés volar y te arriesgas, te tirás, a veces está el tubo de cemento, fuerte y macabro, y te hace trizas, a veces corrés mejor suerte. Pero hay que intentarlo.

Hay cosas de mi infancia que se quedaron. De niña la música era oxígeno vital para sobrevivir. A mis cuarenta y tantos sigue siéndolo, cada día la necesito más. En cuanto aprendí a leer, los libros se convirtieron en aliados y golosinas. Nada ha cambiado. ¿Lo mejor? En efecto, la magia de los momentos de canciones y buenas letras, sigue siendo la misma que fue cuando estrellé la carota. Se me hincharon la boca y la nariz tanto, que a mi mamá, embarazada, el susto le provocó que Anayansi diera trescientos mortales dentro de su barriga. Todo porque creí que podía volar.


LOS JUEGOS DE MI NIÑEZ

Conozco expresiones infantiles del siglo XX, en vías de triste e inevitable extinción. Se irán a la tumba para siempre cuando nuestra generación lo haga. Estuve conversando con mis sobrinos pequeños. No conocen nuestros términos de niñez y juegos. Algunos torcían el gesto en un enorme signo de interrogación. De todos los chicos a quienes pregunté, solo 2 niñas conocían algunos.
«Tenta eléctrica», «Chiviri cuarta», «Matatero terolá», «Un dos tres cruz roja», «Arranca cebolla», “¿Qué vendes María?” y «Tribilín a la bombonchín» son algunas de estas víctimas desahuciadas.

Para nuestros extrañados hijos, suenan a vocablos marcianos. Para nosotros son fósiles de una época que se fue para no volver. Simbolizan tardes inolvidables de amigos y juegos. Fueron términos cotidianos de una era en la que, para jugar, no necesitábamos wifi, consolas o smart phones. Mientras encontráramos a otros niños y niñas, un jardín o una calle amable, y la justa dosis de imaginación, la jugada estaba hecha, las horas galopaban entretenidas y la pasábamos de lo mejor.

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