Ayer leí el siguiente consejo: “Debemos escuchar al niño que fuimos un día, y existe dentro de nosotros. Ese niño entiende de momentos mágicos.” Fue a propósito del día del niño.
Yo escucho con frecuencia a esa muchachita de chongos disparejos. Esa niña, que a los 7 años se sentía capaz de volar y se tiró de un gran tubo de cemento para estrellar la cara en otro. Está presente aunque no la invite, es re shute. A veces me regresan las ganas de volar, a pesar de que el golpe fue tan fuerte que en mi cabeza retumbó hasta la última de mis ideas infantiles. Pero así funciona la vida, querés volar y te arriesgas, te tirás, a veces está el tubo de cemento, fuerte y macabro, y te hace trizas, a veces corrés mejor suerte. Pero hay que intentarlo.
Hay cosas de mi infancia que se quedaron. De niña la música era oxígeno vital para sobrevivir. A mis cuarenta y tantos sigue siéndolo, cada día la necesito más. En cuanto aprendí a leer, los libros se convirtieron en aliados y golosinas. Nada ha cambiado. ¿Lo mejor? En efecto, la magia de los momentos de canciones y buenas letras, sigue siendo la misma que fue cuando estrellé la carota. Se me hincharon la boca y la nariz tanto, que a mi mamá, embarazada, el susto le provocó que Anayansi diera trescientos mortales dentro de su barriga. Todo porque creí que podía volar.