La imaginación ha sido fundamental para llegar a términos con la condición irreversible de su ausencia. Imagino, por ejemplo, que no sufrió, que no la vio llegar, que la muerte se le metió en el cuerpo sin romperlo.
Imagino que no fue imprudencia, que llevábamos suficientes salvavidas en la lancha, que desconocíamos los desaciertos del motor.
Imagino que la oscuridad y la violencia del mar fueron infinitos, poderosos, superiores a la fragilidad humana. Nada podíamos hacer.
A veces, la imaginación es inocente, colosal. Confía en su regreso o en algún reencuentro maravilloso. Se deja llevar por la fantasía.
Otras es ácida, permite que amargos pensamientos se filtren cuando la serenidad se hace precaria. En esas ocasiones hace mucho daño.
En todo caso, el mejor regalo que otorga la imaginación es hacer mancuerna con la memoria. Juntas, empujadas por un amor que no sabe morir, lo mantienen cercano, habitante de una dimensión atemporal, en un espacio difícil de comprender.
La imaginación me mantiene a flote, da vida a mi padre en misteriosos planos. Por eso la cuido con esmero.