“Querida, tenemos una edad que nos sitúa, exactamente,
en el epicentro de la catástrofe.»
Mercedes Abad a Almudena Grandes, confidencias entre escritoras.
Ni me lo digan. Así andamos, tan re cuarentonas, arañando cinco décadas, en el ojo de muchos huracanes. Que si hormonas hoy faltan, o mañana sobran. Tragamos aire, se vuelve grasa. La vista cede, bultos corpóreos sucumben a la tirana gravedad.
El cuerpo sumiso, marcha al ritmo que dicta el rigor de los años. No es tragedia, es lo que toca y bienvenido sea.
Pero el cuerpo no lo es todo. He ahí la catástrofe. Somos mucho más: memoria, inquietud, arrebato, somos un poco de todo.
En este temporal de años no falta el desbalance de las contradicciones. A veces la nostalgia se revela. Y en esos momentos, ni vueltas darle. Casi todo lo bueno, lo intrépido, lo prodigioso, sucedió hace años.
Otras veces es la curiosidad desaforada quien altera el orden. Sucede que el entusiasmo por lo novedoso, o lo misterioso, no entiende de edades, se antoja todavía hacer tanto y abarcar mucho. A estas alturas buscamos respuestas insólitas a interrogantes postergadas.
La necesidad de asombro no obedece como el cuerpo. Tampoco ubica como la nostalgia. No hay sosiego en la mente, siente que falta algo, que falta mucho. Descubrir milagros, escalar cimas desconocidas.
Desubicadas y anacrológicas amanecemos, en el epicentro de tal catástrofe.
Salgamos de ahí pues. Solo dígame alguien donde está la puerta.