Los sucesos de la felicidad que poblaron la infancia son dueños de una fuerza inmensa, casi indestructible. Quizás se deba a que cuando somos niños, la cotidianeidad está marcada por el constante asombro.
El dolor, una posibilidad que no terminamos de digerir. De pronto queda grande, en pausa. Pendiente de hacer lo suyo cuando caduca la inocencia.
Por eso volvemos. A lugares, a recuerdos, a los sabores, a personas. Sobre todo a las personas, a los otros niños, a los pequeños de entonces.