Hubo una época. Años en los que se veteaban niñez y adolescencia, tiempos que no aprendieron a volver. A los primeros experimentos sociales en donde nosotras nos encontrábamos con ellos les llamábamos repasos.
Te sacaban a bailar, te trataban con la cautela del usted. Respondías con la misma temerosa distancia. Bailábamos en pareja, al bailar platicábamos. Ellos pedían números de teléfono, nosotras los dábamos, miedosas a veces, emocionadas otras. A medio baile cambiaba la cadencia musical.
Existían las canciones pegadas, las bailábamos, era parte de la dinámica experimental. Entiéndase que lo pegado eran nuestras manitas con brillo de uñas sobre sus hombros y sus manos casi temblorosas puestas con simétrico recato en nuestra aún mutante cintura. Pasito a la derecha, pasito a la izquierda, cada uno sumido en el acertijo de sus inseguridades. 14 y 15 y 16 años.
Mamá que llevaba mamá que recogía con picuda puntualidad. Más de tres décadas engulleron aquellas noches que terminaban con el estricto reloj de Cenicienta.
Esta noche de luna hermosa y de Careless Whispers en versión saxofón, vuelvo a alguno de aquellos experimentos sociales, aprender a emparejarnos era simple y transparente.
Siento sobre el cuerpo el vestido de tirantes, blanco y suave, confeccionado con primor por mi abuela. Veo mi cintura aprendiendo a entenderse con su nueva forma, mis zapatillas cobrizas, su absoluta ausencia de tacón. Toco mi cabello rebelde cortado a lo Chayanne.
Escucho desde el pasado Careless Whispers en versión Wham, pasito a la derecha, pasito a la izquierda. La vida que se fue.
Aquel ritual no supo permanecer.
Ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que me sacaron a bailar así, con ánimo de experimento, con genuina curiosidad, nerviosos ambos.
La felicidad que ese sencillo rito procura no entiende de edades y aún así lo abandonamos en algún cajón de los ochentas, como si la felicidad creciera en matorral. Somos una especie tan extraña…