Fuimos dos niñas siempre inquietas, una corriendo detrás de la otra. Yo la seguía. Ella siempre corría más rápido, nadaba como delfín, era hábil como pocas para los deportes y asombrosamente hábil para hacer reír. Cursábamos los primeros años de primaria. Cuando la invitaba a casa, jugábamos de salón de belleza haciendo triquiñuelas en la cabeza de mi hermana, correteábamos a mi perra, jugábamos en el jardín lo que se nos ocurriera. En el colegio eran los yax, o la liga o el temible matado.
Celebrábamos juntas y felices el movimiento de las niñas que van descubriendo mundo.
Cuando regresé a clases después del accidente, en segundo grado, Aura estaba esperándome en la puerta del aula. No recuerdo qué dijo, recuerdo su abracito de niña. Recuerdo cómo tomó mi bolsón y mi lonchera y los colocó en el clóset. Recuerdo que no se separaba de mi lado. Fue su manera de solidarizarse. Su manera de decirme aquí estoy, amiga.
La vida se la llevó primero a otro colegio y después a otro país. Pero Aura fue mi sis durante los primeros trascendentales años de primaria. Luego la misma vida y su conectividad moderna nos colocaron de nuevo cerca. Y fue cómo si hubiera pasado solo una semana.
Viajé a un lugar no tan cerca de su casa en San Diego y llegó a reunirse conmigo. Vino a visitar Guatemala y volvimos a reunirnos.
Somos una reunión en proceso, un hilo conductor, una conversación digital, un cariño genuino desde el principio.

Aura desde su muelle hizo micos y pericos para adquirir mi pequeño libro. Y la amista volvió a conspirar. Porque, otro amigo entrañable, hizo todo lo necesario para que el libro llegara a manos de mi amiga. Fue una feliz secuencia. Una señal de que ni el tiempo ni la distancia rompen un cariño verdadero.