De todos los sitios, los libros

De todos los sitios que he visitado en el vicio de los libros, los que más me han asombrado son los parajes de mi interior. La lectura me ha enfrentado al miedo, a las ilusiones, a las imperfectas facetas de mi naturaleza, a apetitos primitivos, a necesidades emocionales.

A mi pequeñez.

Los libros alimentan y al mismo tiempo estimulan indomables curiosidades. Leyendo he construido un tratado de cuestionamientos en evolución perpetua, he encontrado respuestas, lágrimas y nuevas dudas. Leer es una manera constante de acercarnos a la humanidad. De participar en la historia.

Las páginas son puertas. Al abrirlas, encuentro a mi versión más vulnerable, un regalo inexplicable que recibo a diario.

Más allá del feliz placer de leer, la cualidad espejo que posee la literatura es un misterio que nos ata a ella. Sería genial que cada persona del planeta lo sintiera en total esplendor.

La humanidad sería distinta.

“Por eso estamos aquí” en honor a Orlando Falla

Leí la noticia y sin poder —ni querer— evitarlo, me abrí en un llanto manso pleno de significados. La muerte de Orlando Falla, en estos tiempos de pérdida, sacude generaciones. Más que un proveedor de conocimiento el Profesor fue una institución, un transformador de vidas.

Con el Profesor Falla aprendimos distintas maneras de ser fuertes. Las matemáticas fueron metáfora, un acercamiento a la certeza de que la dificultad es constante y cotidiana. La noción de que dominarlas no es opcional fue quizás su lección suprema.

También nos enseñó a trabajar bajo presión, su cómplice era una alarma Cassio que parecía extensión de su mano. Utilizó la voz de su reloj para la otra lección. El tiempo es finito, en los exámenes, en los proyectos, en la vida misma. Sacar de nuestras horas el mejor provecho fue parte del aprendizaje.

La piscina fue el instrumento que utilizó para educarnos en las bondades de la competencia, sobre todo la que libramos contra nosotras mismas. En las clases de natación, visto en retrospectiva, nos enseñó lo trascendental que resulta dominar el movimiento, del cuerpo, de la mente y de los propósitos.

Pero fue en un inverosímil espacio en donde Orlando Falla marcó mi vida. Guardo de esa experiencia imágenes y sonidos que, por poderosos, me han acompañado durante todos estos años. De aquellos sábados recuerdo el calor, la cantidad multiplicada de madres con niños y ancianos, las galeras. Recuerdo el tono amarillento del Mezquital, su condición de constante enfermedad. Recuerdo, hoy con especial sentimiento, al profesor Falla luciendo su uniforme de bombero.

El colegio organizaba jornadas oftalmológicas en aquel lugar de pura carencia, aulas fuera del aula para enseñarnos a servir y a encontrarnos frente a frente con la realidad del país. El profesor era figura medular en aquellas jornadas. Su liderazgo y dotes logísticas resultaban indispensables.

En una de las jornadas, una mujer me pidió que cuidara a su pequeño de 2 o 3 años mientras ella recogía a otra de sus hijas. Accedí con agrado, nos reuniríamos en el corredor principal donde se hacía cola para la consulta. Lo tomé en brazos y desanduve el paso hacia el corredor. El Profesor Falla se me acercó. Preguntó quién era el niño. Le expliqué. Con gran alarma, casi con regaño, dijo –No, Nicté, no podemos hacer eso. ¿No ves la pobreza? Estas mujeres no pueden mantener a sus hijos. Por desesperación se ven obligadas a abandonarlos así…— y señaló mis brazos.—Vamos a buscarla ahora mismo.

Tomó al niño en sus brazos y juntos caminamos durante varios minutos. Al cabo de un rato vi a la madre, caminaba con otra niña tomada de la mano. Con amabilidad, el Profesor le entregó a su hijo. Luego, más tranquilos ambos, siguió hilvanando su explicación. De todos sus argumentos, recuerdo claramente:

Es por necesidad, hay mucha pobreza. ¿La ves? Por eso estamos aquí.

¿Cómo olvidarlo?

El tiempo abre caminos en todas direcciones, pero de los lugares y personas que llevamos en las certezas fundamentales, nunca terminamos de irnos. Orlando Falla fue una de esas personas.

Cuando la vida tuvo a bien hacernos coincidir, nos saludábamos con cariño, él preguntaba siempre por la salud de mi hermana —enferma desde hace años—, incluso en redes preguntaba por ella. De la anécdota del Mezquital tuvimos oportunidad de conversar, un regalo que guardaré toda la vida.

Con admiración y gratitud lo recordaremos siempre, con inmenso cariño y pena inesperada hoy decimos adiós. Después de educar a tantos alumnos, de dar por cumplidas incontables misiones formadoras, ha emprendido el viaje hacia el lugar mejor.

Descanse en paz, querido Profesor Falla, se le extrañará inmensamente. Para su familia mi más profunda condolencia.

Nicté Serra

Bach 87

Como Sherezade

Hubo un tiempo en el que quise jugar a Sherezade. Después de leer y leer y tejer tantas historias, mi impulso era contárselas al hombre, dejarlo curioso para que quisiera escuchar mi narración la noche siguiente.

Justo antes de dormir celebraba el ritual. Lo hacía con múltiples recursos, hijos de mi imaginación.

Ilusa que es una en la habitación de la juventud. Muy pronto descubrí que a los pocos minutos, el hombre dormitaba plácidamente. Si no lo pillaba dormido, notaba cómo su mente vagaba por misteriosas lejanías. Después de todo, la mirada también es libro.

Aquel fue un breve experimento sucedido en un puñado esmirriado de noches.

De ese fracaso, mi Sherezade interior aprendió que el papel también puede ser su rey. Y en lugar de contar historias a quien no quiso escuchar, optó por escribirlas en su cuaderno personal.

Sí. Mi princesa cuentacuentos y yo descubrimos el gozo noctámbulo y solitario de la escritura. Un hallazgo trotavidas y trotatiempos y trotamundos.

El ritual nocturno aún sucede. Con los libros tomados de la mano, clausuro la jornada, también con dispositivos o cuadernos. Son mis nuevos reyes. Amuletos para escribir historias que la lectura teje en mi interior o para inventar nuevas o para reescribir viejas.

Mientras tanto, a mi lado los ronquidos. Tal vez sueña otras historias el que no quizo escuchar. Tal vez con otra Sherezade.

Secretos de cocina

Si mi batidora hablara, daría cuenta detallada de mis dilemas sentimentales. Es en la cocina donde los dejo rodar. En ese ruedo en el que practico el hábito de la soledad culinaria, acompañada siempre de música, puedo dar rienda suelta y tendida al ánimo.

Desahogo lo bueno y lo malo, hilvano sueños nuevos y desato sueños rotos. A veces lloro, otras bailo como chiflada. Casi siempre hablo con myself. Al fin y al cabo, nadie me ve.

Nadie excepto la batidora y compañía. La estufa, el micro, el abrelatas, todos ven. Pero ella que está en el centro de casi todas mis recetas es el muelle a quien me aferro. Es leal y sólida y discreta, por fortuna.

Y una es tan cándida que otorga personalidad a simples objetos. Ha de ser por necesidad de conexión o por tonto y excesivo encariñamiento.

Soberana y deliciosa estupidez.