Temores reales

No le temo a las canalladas que provoca el paso del tiempo. Me tiene sin cuidado tener que usar lentes para leer. Ciertas partes del cuerpo le pierden la partida a la fuerza de gravedad. Ni modo, se caen. Tampoco me importa mucho. La cara se arruga, el pelo se destiñe y francamente nada trágico pasa con estas gracias de la edad y su peculiar sentido del humor.

Pero sí hay asuntos del paso de la vida a los que temo, pérdidas que he visto y me aterran. No puedo pensar que mi mente se irá llevándose consigo los recuerdos, la imaginación, la creatividad. Eso sería devastador. Perder la facultad de asombro también asusta. No quiero dejar de maravillarme ante cosas simples que resultan grandes como un amanecer en el mar, la luna llena o la piel de un bebé. Necesito seguir sintiendo la emoción que regala la música, la delicia del buen recuerdo, la sensación de un helado sobre la lengua. No puedo perder la conexión con la gente, ni el gozo de las buenas conversaciones, ni la fortuna de tener alguien a quien ver a los ojos, entendernos sin hablar y reír al mismo tiempo.

Temo vivir sin abrazos o sin besos, sería espantoso caer en el síndrome del aislamiento. Lo he visto. Me da miedo que la apatía invada mi ánimo y no puedo ni imaginar vivir en un entorno de indiferencia. Quiero envejecer con poesía en el alma, poesía todos los días, oportunidades para trabajar mejor y aprender siempre todo tipo de novedades. Necesito seguir mi camino rodeada de libros y carcajadas. Quiero conservar la eterna capacidad de reírme de mi misma, me ha acompañado siempre, no podría verla alejarse.

Espero no perder el sentido de compasión, la salvación que obtengo con el roce de manos amadas o la osadía de empezar de nuevo después de un fracaso. Me da miedo despertar un día y descubrir que he dejado de soñar.

Son temores reales porque desconectarme de tales sentires equivaldría a perder todo oxígeno, sería morir en vida, un poco cada día.

Recuerdo de 26 de mayo 2014

Cada 21 de mayo, volveré

Cada 21 de mayo vuelvo
y volveré, padre,
a sentir aquel aire salado
a verlo empujar la tarde, violento
para convertirla en noche
demasiado pronto.
 
Vuelvo y volveré, padre,
a escuchar cómo agoniza el motor
a mirar cómo se ahoga la luz
sin poder salvarla con mis manos de niña
de niña asustada
justo antes de ser arrastrada como tú, padre,
por los secretos de la marea.
 
Vuelvo y volveré, padre,
a la misma, dolorosa, certeza
fue ese aire marino quien agitó
con el poder de todos sus siglos
por última vez, padre,
la sonaja joven de tu corazón.
 
Vuelvo y volveré, padre,
al ocaso de un domingo hermoso
cuando aquel océano, que tanto amamos
nos envolvió con la furia de su naturaleza bravía
quién sabe, padre,
qué ira desatada, viajaba ese atardecer oscuro
en sus corrientes
acaso tú la sentiste y por eso, padre,
te rendiste bajo sus tentáculos de espuma.
 
Vuelvo y volveré, padre,
al peso de esa noche, caverna
también ella
con un manto de plomo y pena
cubrió lo que, en aquella playa, desolada
quedaba de esperanza.
 
Vuelvo y volveré, padre
al sonido de aquella voz
cada palabra, una estampida
Están Muertos,
dijo el hombre con sombrero
viajaba en un lanchón verde
largo como la espera.
 
Sí, padre,
era de noche y llevaba sombrero
Están Muertos, dijo.
Aún lo dice.
 
Vuelve y volverá a decirlo
cada 21 de mayo
el hombre del sombrero
¿Lo escuchas, padre?

Firmadas con sonrisas

A mi hermosa hermana la enfermedad le ha colocado una niña en el alma y cascabeles en la risa.

No la he visto desde el principio de este largo temporal.

Apenas ha llegado en un par de imágenes firmadas con sonrisa.

Penden abrazos en el aire, abrazos que aguardan llorando.

De Cardoza y Aragón

De Cardoza y Aragón aprendo siempre, a caminar las líneas que hay en la mano de mi país, a encontrar la Quinta Estación en los rincones de su poesía, a reiterar que la literatura salva de casi todas las muertes.

“…y yo también naufrago

prendido a las alas del poema con mis manos y mi boca,

sin darme cuenta exacta de que muero

ahogado en sangre propia.”

Luis Cardoza y Aragón

#poesíaguatemalteca

Mayo de todas las lluvias

Ha de ser rareza mía, o tal vez le sucede a todas las personas que pierden algún ser querido —muy, muy querido— cuando son niños. Pero tengo la maña de evocar en todo a mi papá. A veces la imagen llega suave y resbalada, otras, busco asociaciones desesperadas. Es una necesidad que se ha intensificado a paso de año. Parece que la nostalgia crece dentro de uno como crece un roble. Eterno y rotundo.

La lluvia de mayo tiene aroma de recuerdo. Veo los ojos profundos de mi papá como si fuera ayer, como si todavía estuviera. Esconde en sus manos, detrás de la espalda, un regalo para mí. Lo veo con curiosidad. Tengo seis años.

Se me ha pegosteado un jingle de la televisión: “Capas Ciclón, en el invierno dan protección.” Lo canto todo el día. Tanto me gusta, que mi máxima ilusión es poseer una capa, una sombrilla y mis botas de hule.

Si llueve o no, es lo de menos. El regalo de mi papá es precisamente eso: una capa anaranjada —Ciclón, por supuesto— y una sombrilla amarilla. Está estampada con una muñeca que parece caricatura china. Es linda mi sombrilla. Las botas rojas de hule, Incatecu, son proyecto de mi mamá. Me siento la más feliz. Protegida de la lluvia por mi atuendo, de la vida por mis padres.

Por mi ventana veo líneas verticales de generosa lluvia. Con premura coloco sobre la pijama las piezas de mi atuendo compradas en Almacén El Tigre. Y salgo al jardín. A estrenarlas, a mojarme como solo los niños lo hacen: sin penas, sin prisa.

Corría el año 76 y en él hubiera querido quedarme. En aquel jardín de Mixco, con mi papá, con mis botas y mi capa y la certeza de que todo era perfecto.

O tal vez la nostalgia lleva el nombre de mayo. Mi papá murió un mayo de lluvias.

No hay deseos

Bajo la sombra de tantos días lúgubres, mi cubeta de los deseos terminó de desvanecerse.

Ya venía débil, mi quimera. Entró cojeando al nuevo año y su desenlace llegó con la distopía, en lenta estocada.

Se hizo invisible mi colección de arrebatos potenciales, su sitio en mis sueños más sólidos quedó vacío.

Es curioso, después de acariciar pequeños anhelos y también grandes proyectos, después de conocer cada curva de cada trazo, ni siquiera recuerdo qué anoté en mi extraña lista.

La libertad, el eje de los deseos más fervientes, hoy es un concepto fragmentado.

Dentro de los muros inmensos del confinamiento queda maniatado cualquier intento por rozar la divina locura del experimento, por saltar a un lugar de ensueño o llevar a cabo, al fin, aquel reencuentro.

Tras de una mascarilla impersonal quedó adormecido el ejercicio imprescindible de la ilusión.