He llenado de palabras un sinfín de cuadernos a lo largo de mi vida. También he perdido algunos y, con ellos, textos irrepetibles. Son pérdidas definitivas, como muertes. Algunos han sido bien y largamente llorados.
Tuve aquel tesoro que se esfumó en Casa de Cervantes con casi cien páginas de manuscrito continuo. Enloquecí cuando me di cuenta. Incluso hice campaña en redes para recuperar ese apéndice vital de mi entendimiento, un intento desesperado pero fallido. Sabrá nadie a donde huyó.
También hubo una tríada, eran tanto en uno: diario, poemario, bitácora de enamoramiento, cartas nunca enviadas y pozo de innumerables cuentos, algunos sin terminar. Tres cuadernos en los que dejé bien guardados arrebatos de inspiración juvenil y momentos trascendentales ocurridos entre los años 87 y 90. Estos trozos de mi historia se camuflaron entre cuadernillos bachilleres y universitarios. Como ellos, fueron tristemente incinerados en algún basurero anónimo. Ni merece volver a ese capítulo equivocado. Ya padecimos el duelo.
Sin embargo, en estos días de clausura, encontré otro cuaderno que también daba por perdido. En el caos soberano que habita sus páginas duermen unos versos desencontrados con los lineamientos de la buena métrica, pero plagados de franqueza y descubrimiento y aprendizaje. Podría decir que muchos son acercamientos absolutos al erotismo, celebraciones íntimas de la sexualidad. También son espejo de un nuevo nivel de procesos mentales. Textos en los que reinterpreté la historia y la realidad.
Fueron escritos en los tiempos del fuego, traen la voz que se habla en tiempos de fuego.
Sus frases muestran cómo fueron quedando tirados en mi camino el candor y la ingenuidad que me negaba a dejar ir. De acuerdo a la información que recibí mientras crecía, ese aferramiento era lo esperado. Aunque fuera disonante con los instintos, aunque simbolizara la mutilación mayor. En estos párrafos, celebro finalmente su cremación.
Este cuaderno, hermoso y caótico, muestra con verso y con prosa cada aspecto del conflicto interno que se me desató cuerpo y mente adentro.
Durante los tiempos en los que lo escribí, desprendí de mi árbol de la vida las falsas creencias. Como si fuera una inevitable transformación de consciencia, empezó un continuo cuestionamiento de los dogmas impuestos.
Sentía los dolores de las primeras y las segundas y las terceras heridas, con nuevo conocimiento de causa. Desperté, a paso de palabra, al mundo de la verdadera naturaleza femenina. Entré hasta el último de sus confines y ahí dentro me sentí realmente en casa.
Al mismo tiempo, con palabras sentidas y cuidadosamente articuladas, lamento la llegada tardía a mi propio encuentro.
Veo el cuaderno y revivo aquellos tiempos, las noches en las que escribía sin parar, la furia y la ternura y los deseos que se desataban dentro, como tempestades. Encuentro la ausencia de culpa por dejarme sentir. La leve culpa por no sentir culpa. Todo sucedió en un estado de absoluta soledad, como si el planeta fuera habitado únicamente por dos mujeres. Yo y yo. Yo antes, yo después.
Luego, aún no sé del todo porqué, enterré en el más solitario de los silencios, todas las sensaciones que había descubierto, las nuevas creencias, las verdades descubiertas, los nunca más. Un ritual contradictorio pero llevado a cabo con ánimo de supervivencia. Como si al cerrar el cuaderno, quedara inmune a su presencia. O, tal vez, para salvaguardar de los conocidos huracanes a mi nueva mirada.

No fue inspiración divina, fue fruto de un proceso de observación del mundo que me rodea, de mi cuerpo y de las reacciones emocionales desatadas por la estrechez que supone la tradición.
Cada palabra que escribí en ese cuaderno hace casi veinte años, representa el abandono del prejuicio, una mirada más completa a la libertad individual, la aceptación de la encantadora imperfección humana, el reconocimiento de mi capacidad de conexión, la conciencia de que ambas son necesarias. La certidumbre de que son el camino verdadero que conduce a la empatía. El único.
Al leerlo, resucito la forma en la que celebré, de manera absolutamente solitaria, el fuego y el agua de mi cuerpo, las inmensas habilidades de mi piel y de mi boca y de mis manos, los poderosos confines de mi mente, los procesos creativos que yo misma desconocía, el permiso de ejercer la libertad de pensamiento en cada aspecto de mi vida.
El primer garabato lo escribí el 2 de octubre del 2001, reza así “Hoy tengo 32 años…”
Pensé que jamás volvería a verlo.
